Patrick Symmes: Treinta días viviendo como un cubano

Patrick Symmes: Treinta días viviendo como un cubano

Los discursos ideológicos desde los que se defiende el supuesto éxito de la Revolución cubana encuentran su refutación más inobjetable en la vida cotidiana de los cubanos de a pie. En esta crónica, Patrick Symmes relata el ejercicio de vivir durante un mes en esas mismas condiciones.

Creo que en las dos primeras décadas de mi vida no pasé nunca más de nueve horas sin comer. Más tarde experimenté intervalos más largos –en China en los años ochenta, viajando con insurgentes en remotas zonas de Colombia y Nepal, cruzando Sudamérica en motocicleta, completamente arruinado– pero siempre volvía a casa, me daba un atracón, comía cualquier cosa, cuando quería, y recuperaba el peso que había perdido y más. Había experimentado la trayectoria habitual de la vida americana y ganado medio kilo al año una década tras otra. Cuando decidí ir a Cuba y vivir un mes con lo que los cubanos deben vivir, pesaba 105 kilos. Nunca había pesado tanto en mi vida.

En Cuba el salario medio es de 20 dólares al mes. Los médicos pueden ganar 30; mucha gente gana solo 10. Decidí premiarme con el salario de un periodista cubano: 15 dólares al mes, los ingresos de un intelectual oficial. Yo siempre había querido ser un intelectual, y 15 dólares era sustancialmente más que los 12 dólares que ganaban los muchachos que construían paredes de ladrillo o cortaban caña, y casi el doble de los 8 dólares recibidos por muchos jubilados. Con ese dinero tendría que comprar mi ración básica de arroz, frijoles, papas, aceite de cocina, huevos, azúcar, café y cualquier otra cosa que necesitara.





Sabía que me resultaría duro renunciar a la comida, así que empecé mi dieta cubana estando aún en Nueva York. Perdí cuatro kilos y medio en los dos meses anteriores a mi partida. Una y otra vez, mientras me preparaba para ese viaje, amigos horrorizados especulaban sobre la comida de la que me iba a atiborrar y los objetos que correría a consumir. Daban por hecho que verse privado de alguna cosa querida durante treinta días era una prueba insoportable. Temían por el helado. En mi experiencia, nadie que pase hambre quiere helado.

Mi primera media hora en Cuba la pasé en los detectores de metales. Después, como parte del nuevo régimen, desconocido para mí en los quince años que llevaba viajando allí, fui sometido a un intenso pero amateur interrogatorio. No era nada personal: todos los extranjeros en el pequeño turbohélice procedente de las Bahamas fueron separados y largamente interrogados. El gobierno cubano se mostraba nervioso con los extranjeros que viajaban solos porque Human Rights Watch había estado allí gracias a visados turísticos y un contratista del Departamento de Estado, que viajaba también con un visado de turista, había sido sorprendido distribuyendo lápices de memoria usb y teléfonos vía satélite a figuras de la oposición. Los turistas eran peligrosos.

Como en Israel, un agente de paisano me hizo preguntas sin importancia en busca de detalles (“¿A qué localidad va? ¿Dónde está eso?”), preguntas diseñadas para provocarme, revelar alguna incoherencia o para que me mostrara nervioso. No miró mi billetera ni me preguntó por qué, si iba a estar en Cuba un mes, llevaba menos de veinte dólares.

La mirada del supervisor se posó sobre los demás pasajeros. Había pasado.

–Treinta días –le dije a la mujer que selló mi visado de turista. El máximo.

Del techo del aeropuerto colgaba un cartel en el que había dibujado un autobús. Pero no había ningún autobús. No en ese momento, me explicó una mujer en el puesto de información. Habría un autobús –uno– esa noche, alrededor de las ocho, para llevar a los trabajadores del aeropuerto a casa.

Para eso faltaban seis horas. El centro de La Habana estaba a quince kilómetros de distancia. Como los taxis costaban 25 dólares –más que mi presupuesto total para el próximo mes– iba a tener que andar.

La misma mujer sacó del bolsillo de su uniforme un par de monedas de aluminio que me dio: 40 centavos, dos centavos de dólar estadounidense. En la autopista, a unos cuantos kilómetros de allí, quizá encontrara un autobús urbano. Y en La Habana podía encontrar, debía encontrar, la forma de sobrevivir durante un mes. Tuve que echarme la mochila a la espalda y ponerme a caminar. Las monedas de aluminio tintineaban en mi bolsillo. Salí de la terminal, crucé el aparcamiento, cogí una salida y giré por la única carretera dejando el mundo exterior tras de mí con cada paso. Cada pocos minutos se paraba un taxi tocando la bocina, o lo hacía un coche privado que me ofrecía llevarme por la mitad del precio oficial. Yo seguí caminando y dejé atrás la vieja terminal junto a campos llenos de maleza. Los carteles anunciaban viejos mensajes: “Bush terrorista”. Al cabo de cuarenta minutos pasé por encima de un cruce de vías de ferrocarril, salí de la autopista y tuve suerte. El autobús a La Habana estaba justo allí. Una hora más tarde estaba en el centro de La Habana y buscaba a pie a un viejo amigo.

Las primeras personas con las que hablé en la ciudad
–gente a la que no conocía y que vivía cerca de la casa de mi amigo1– mencionaron el sistema de racionamiento. Sin que les instara a hacerlo, sacaron sus libretas de racionamiento y refunfuñaron.

La libreta es el documento fundacional de la vida cubana. Nada importante del sistema de racionamiento ha cambiado: aunque ahora se imprime en formato vertical, la libreta es idéntica a la que se ha emitido anualmente durante décadas.

Lo que ha cambiado es la tinta: hay menos cosas escritas en la libreta. Hay menos entradas, por cantidades menores, que en 1995, durante la hambrienta época del Periodo Especial. En los años posteriores, la economía cubana se ha recuperado, pero el sistema de racionamiento cubano no. En 1999, un ministro de desarrollo cubano me dijo que la ración mensual aportaba la comida suficiente para diecinueve días, y predijo que esa cantidad no tardaría en aumentar. Pero ha disminuido. Aunque la cantidad total de comida disponible en Cuba es más grande, y el consumo calórico ha aumentado, eso no es gracias al sistema de racionamiento. El crecimiento ha tenido lugar en los mercados privatizados, los huertos cooperativos y las importaciones masivas, mientras que la producción estatal de alimentos cayó un 13 por ciento el año pasado y la ración se encogió con ella. Por lo general, se considera que ahora una ración alimentaria mensual solo da para doce días. Yo estaba allí para hacer mis propios cálculos: ¿cómo podía uno sobrevivir un mes con comida para doce días?

Solo hay una libreta de racionamiento por familia. Los bienes son distribuidos en una serie de bodegas de barrio (una para la leche y los huevos, otra para las “proteínas”, otra para el pan, la más grande para alimentos secos y todo lo demás, desde el café hasta el aceite o los cigarrillos). Cada tienda cuenta con un dependiente que escribe la cantidad entregada a la familia. Los vecinos de mi amigo –marido, mujer, nieto– habían recibido una ración estándar de alimentos básicos, que constaba, por persona, de:

-Dos kilos de azúcar refinada

-Medio kilo de azúcar en bruto

-Medio kilo de grano

-Un pescado

-Tres panecillos

Se rieron cuando les pregunté si había buey.

–Pollo –dijo la esposa, pero eso provocó aullidos de protesta.

–¿Cuándo ha habido pollo? –preguntó su marido.

–Es verdad –dijo ella–. Hace ya meses que no hay.

La ración de “proteína” era entregada cada quince días y era una misteriosa carne molida mezclada con una gran cantidad de pasta de soya (si la carne era de cerdo, aquello se llamaba con falsedad picadillo; si era pollo, se llamaba pollo con suerte). Normalmente había suficiente para cuatro hamburguesas al mes, pero en enero, hasta el momento, solo habían recibido un pescado, normalmente una caballa seca y aceitosa.

Y estaban los huevos. La fuente de proteínas más fiable: los llamabansalvavidas. Antes había un huevo al día, después fue un huevo cada dos, y ahora un huevo cada tres. Yo tendría diez para el mes siguiente.

El marido se gastaba una cuarta parte de su pequeño salario en la factura de la electricidad. La familia sobrevivía porque, en su trabajo como chofer del Estado, podía robar unos cinco litros de gasolina a la semana.

Al fin, mi amigo apareció y me llevó a un domicilio particular en el barrio de Plaza, donde había acordado el alquiler de un apartamento para el mes, el único gasto que dejo fuera de la contabilidad. Era espartano al estilo cubano: dos habitaciones, sillas sin cojines, un hornillo doble sobre una encimera y un refrigerador de la mitad del tamaño habitual. Me vacié los bolsillos y guardé la comida que había comprado en el aeropuerto de las Bahamas: algunas rosquillas, una lata de refresco de fruta, sándwiches y –mi alijo de emergencia– un paquete de palitos de sésamo del avión. Tras el viaje de catorce horas desde Nueva York, me comí uno de los sándwiches y me fui a dormir.

El segundo día, mordisqueé una rosquilla de sésamo y me la acabé sin darme cuenta, como si siempre fuera a haber una más. De acuerdo con una aplicación de mi celular que contaba calorías, la rosquilla tenía 440. Todo lo que iba a comer en el mes siguiente sería introducido en ese pequeño teclado, registrado, sumado por días y semanas, divido en proteínas, carbohidratos y grasa, convertido en gráficos de barras. Un hombre activo de mi tamaño –un metro noventa, 105 kilos– necesita alrededor de 2,800 calorías diarias para mantener el peso. No disponía aún de otra comida, y me acabé el desayuno cuando el empleado que trabajaba para mi casera me dio dos dedales de café repleto de azúcar (75 calorías).

Del mismo modo en que los cubanos explotan vacíos para sobrevivir, yo utilicé mi evidente carácter de extranjero en beneficio propio: ese día entré y salí de elegantes hoteles en los que pocos cubanos podían entrar. Eso me dio acceso al aire acondicionado, papel higiénico y música. Burlé la seguridad del Habana Libre, el viejo Hilton, y subí en ascensor hasta el último piso, que ofrecía unas asombrosas vistas de La Habana al anochecer. El club nocturno todavía no estaba abierto, pero entré de todos modos y vi que había un ensayo. Un roquero ruso, acompañado por más de treinta músicos, ensayaba sus canciones en preparación para el concierto de más tarde. Habían recibido agua embotellada y té, que yo consumí en grandes cantidades. El sabor astringente del té –matizado por una gran cantidad de azúcar– finalmente tuvo sentido para mí. Aquella era la bebida del monje novicio, con frío y hambriento. Mataba el hambre.

Se había servido el catering. Solo quedaba un sándwich y medio de queso, abandonado en una servilleta cerca de la sección de cuerdas. Durante un crescendo, me los metí en el bolsillo. Caminé durante una hora cruzando La Habana hasta llegar a mi habitación. Pasé junto a docenas de nuevas tiendas, carnicerías, bares, cafeterías y cafés, pizzerías y otros prolíficos abastecedores de comida obtenible con divisa fuerte. Me entretuve mirando los inmensos pechos de pavo congelados que se vendían en un escaparate.

Cuando llegué a mi habitación, los sándwiches se habían desintegrado en mis bolsillos y se habían convertido en una masa de migajas, mantequilla y algo parecido al queso, pero me los comí lentamente, prolongando la experiencia. Siempre me había reído de los cubanos que halagaban el régimen a cambio de un bocadillo, pero al segundo día yo ya estaba dispuesto a denunciar a Obama a cambio de una galleta.

La mañana del tercer día paseé durante más de dos horas por La Habana en busca de comida. Quemé 600 calorías, el equivalente de aquellos sándwiches de queso. Erróneamente, había dado por hecho que podría comprar la comida que necesitara durante ese mes. Pero, como americano, no tenía derecho al racionamiento, gracias al cual el arroz cuesta un penique el medio kilo. Como “cubano” viviendo con 15 dólares, no podía permitirme comprar la comida fuera del sistema, en las caras tiendas que aceptaban dólares. Los cubanos llamaban a esas pequeñas tiendas, que vendían cualquier cosa desde pilas o buey hasta aceite de cocina y pañales, el shopping. Después de horas de frustración, incapaz de comprar comida, volví en autobús a mi apartamento.

No almorcé. Traté de leer, pero solo había llevado conmigo libros sobre penurias y sufrimiento, como Les Misérables. Empecé con una reflexión más fácil y cómica sobre la soledad y la privación, Sailing alone around the world, de Joshua Slocum, y consumí 146 páginas el primer día. Slocum cruzó el Atlántico a base de poco más que galletas, café y peces voladores, y sentí una satisfacción especial cuando, en mitad del Pacífico, descubrió que sus papas estaban llenas de gusanos y se vio obligado a tirar por la borda valiosas raciones. Pero después hacía cosas desconsideradas, como preparar un estofado irlandés o recurrir a un poco de venado ahumado de Tierra del Fuego. A un barco con el que se cruzó, hasta le lanzó una botella de vino español, el muy cabrón. Leyendo a ese ritmo, también me quedaría sin libros.

Al fin, incapaz de continuar inmóvil tumbado, salí de la casa y, siguiendo un consejo, encontré una casa a unas pocas manzanas de distancia en cuya puerta había un cartel de cartón en el que decía café. Tras la casa había una ventana con barrotes y metí entre ellos el equivalente a 40 centavos. Una mujer sacó un panecillo lleno de carne procesada. Por otros doce centavos conseguí un vaso pequeño de zumo de papaya. Aunque intenté comer lentamente, la comida desapareció en un momento. A ese ritmo –medio dólar la comida– todo mi dinero desaparecería, y salí del patio posterior prometiéndome que no comería casi nada para cenar.

Por la mañana me esperaban peores noticias cuando, al vestirme, descubrí que la cremallera de mis pantalones se había roto. En otro esfuerzo para parecer y sentirme cubano, solo me había llevado dos pares de pantalones. Los pantalones son uno de los artículos no comestibles que se distribuyen mediante racionamiento, y eso solía significar un par al año. La mayoría de los cubanos se arreglaban con un par de piezas de cada tipo de ropa. Así que tendría que arreglar la cremallera. No había pantalones en enero. Unos cuantos débiles intentos de arreglarla yo mismo fracasaron. Iba a tener que gastar algo de dinero, o intercambiar algo, por el trabajo de sastre. Desayuno: café, dos tazas, con azúcar. 75 calorías en total.

El cuarto día fui a comprar comida, una experiencia absurda. Por casualidad, me había quedado con un departamento cercano al mejor y más grande mercado de La Habana, que no era bueno ni grande. El mercado era un agro, un mercado para productos agrícolas. En ocasiones son llamados mercados de granjeros, pero no existe allí la calidez del trato entre granjeros y consumidores, solo un grupo de puestos ruidosos, atestados y sudorosos que venden una estrecha variedad de productos a precios marcados por el Estado: piñas, berenjenas, zanahorias, pimientos verdes, tomates, cebollas, yuca, ajo, plátanos, y no mucho más. Había un espacio separado especializado en cerdo, con montones temblorosos de una carne rosa claro que era cogida por hombres con las manos desnudas y cortada con cuchillos romos. Yo no podía permitirme la carne, aunque la “grasa” se vendía a solo 13 pesos (o 49 céntimos de dólar) el medio kilo.

Esperé en la fila para cambiar todo mi dinero –18 pesos convertibles– en pesos cubanos normales.2 El montón de billetes raídos y sucios resultante ascendía a 400 pesos, unos 16 dólares al cambio en las calles de La Habana. Después me abrí paso trabajosamente entre la muchedumbre para comprarme una berenjena (10 pesos), cuatro tomates (15), ajo (2) y un pequeño manojo de zanahorias (13). En una panadería una mujer que vendía panecillos afirmó que era solo para gente con libretas de racionamiento, pero después me dio cinco panecillos y me cogió avariciosamente 5 pesos de la mano. Solo recibí un poco de amor del vendedor de tomates, que me regaló uno. Compré un kilo y medio de arroz por poco más de diez centavos de dólar, y un poco de frijoles, lo que sumó unos catastróficos 2 dólares, con lo que, a fin de cuentas, solo tendría para unas cuantas comidas.

Jóvenes jineteros me siguieron hasta la salida susurrando: “Camarones, camarones, camarones.” Afuera, un hombre vio que me acercaba y se subió a un árbol del que descendió con cinco limas que me ofreció (no era un limero, sino el lugar en el que ocultaba sus productos de mercado negro). Volví a casa portando el peso del arroz y la verdura con el aspecto, como dijo mi casera más tarde, de un hombre divorciado iniciando una nueva vida.

Las calorías acumuladas me llevaron inevitablemente a especular sobre el otro lado de las cosas: el dinero. ¿Cómo iba a sobrevivir un par de semanas más si me gastaba el equivalente a 2 dólares como si nada? Seguí caminando a todas partes y dedicando una hora entera a pie para vagar por los hoteles para turistas del Vedado (en ningún caso volví a ver una bandeja de sándwiches), o a apretar la cara contra los barrotes de algún restaurante, observando, con cuatro o cinco cubanos, cómo el grupo tocaba un mambo para extranjeros.

Cada día se me acercaban cubanos que me decían, con una frase u otra, “dame dinero”.

Mis propias opciones serían lúgubres en las semanas siguientes. ¿Debía plantarme en una esquina y pedir dólares a extranjeros? ¿Cuánta hambre tenías que pasar antes de convertirte en la chica adolescente que paseaba por una acera del Vedado esa tarde y que, sosteniendo a un bebé contra su cadera, se volteó y me dijo: “¿Quieres una chicasucky sucky?”

Si yo iba a chupar algo, sabía lo que iba a ser. Me quedé observando los Ladas que pasaban y tratando de ver cuántos de ellos tenían tapa en el depósito. Con unos tubos y una jarra podía conseguir cinco litros de gasolina y venderlos a través de un amigo en el Barrio Chino. Pero todos los coches en Cuba tenían tapas de depósito con llave o pasaban la noche encerrados. Demasiados hombres más duros que yo se dedicaban ya a eso. No es una isla para ladrones amateurs.

Necesitaba café, pero en ninguna de las tiendas había. Hasta losshopping de pesos convertibles del vecindario estaban sin café, y tras repetidas visitas a los supermercados de divisa fuerte en el Vedado y varios hoteles supe que no habían tenido café en todo el mes. En una ocasión había visto medio kilo de Cubacafé, esa cosa oscura dedicada a la exportación, en un cine de La Habana Vieja. Pero valía 64 pesos y aunque tuviera síndrome de abstinencia no podía pagar eso ni caminar tan lejos. Vi desde la ventana del baño que la tienda de racionamiento estaba abierta, así que me dirigí hacia ella.

Había cinco sacos de café en la estantería. Era la marca doméstica color café claro, Hola. La primera bolsa de dos kilos se vende a un peso, y a 5 las siguientes. Una docena de personas estaban tratando de hacerse con pan y arroz, así que tuve tiempo para estudiar las dos pizarras en las que estaban escritos los bienes que había disponibles. En la pizarra más grande estaban los bienes básicos del racionamiento. Los primeros dos kilos de arroz costaban 25 centavos; el siguiente kilo, 90. No se permitían más de tres kilos de arroz al mes, para impedir la reventa con fines de lucro. En la pizarra estaban los “productos liberados”, una lista más breve de cigarrillos y otros artículos que podían comprarse sin límites.

Grité “El último” y ocupé un lugar en la cola tras el último cliente. No tardó en llegar una mujer con una bolsa de plástico, gritó “El último” y yo levanté un dedo. Ahora ella era la última.

Me atendió un hombre sonriente pero agitado. Era alto, negro, con una barba descuidada e irregular. Agitó las manos cuando le pedí café. No eran necesarias palabras: un extranjero no podía comprar alimentos racionados, y de todos modos no había café. Traté de conseguir algo de tiempo, manteniendo mi parte de la conversación mientras él permanecía en silencio y hacía gestos. “¿No hay café en ninguna parte? He estado en toda la ciudad buscando café. Nadie tiene. Me gusta mucho el café. ¿Sabes qué quiero decir?”

–Los cubanos beben mucho café –dijo al fin. Establecido un vínculo entre nosotros, meneé la cabeza hacia adelante y hacia atrás y le pregunté si no había ningún sitio en el que pudiera conseguir café.

–No –contestó.

¿En serio? ¿Quizá alguien tenía? ¿Aunque fuera solo un poco?

Él meneó la cabeza. El gesto de quizá.

–¿Quién?

–La señora… –dijo.

–¿Dónde la encuentro?

Como si guiara a un hombre ciego, el hombre salió de detrás del mostrador, me cogió del brazo y me llevó a la calle. Caminamos solamente diez pasos por la acera. Giró hacia la primera puerta y como quien no quiere la cosa le tocó el culo a una mujer que pasaba. “¡Eh! –gritó ella–. ¿Quién es?”

Nos detuvimos en un piso que estaba situado encima de la tienda de racionamiento. Tocó la puerta. Respondió una mujer con un bebé.

–Café –dijo.

Saqué un billete de 20 pesos. Ella me dio una bolsita de Hola y me devolvió 5 pesos.

–¿Eso es todo? –Era tres veces el precio de venta en el mostrador a pocos escalones de distancia, pero más tarde descubrí que también los cubanos pagaban ese sobreprecio.

Él asintió. Se llamaba Jesús.

Volvimos a la tienda.

–¿Pan? –pregunté. Consultó a su supervisor, que soltó un “No” tan alto que todos los clientes en la tienda lo oyeron.

Lo pregunté de nuevo. Le volvió a preguntar a su jefe. Esta vez no dijo que no. Le di el billete de 5 pesos y me dio cinco panecillos.

A partir de entonces, pude comprar todo lo que quise. Con Jesús de mi lado, no me hicieron preguntas. Nunca necesité una libreta de racionamiento para los alimentos básicos, y durante el resto del mes pagué el mismo precio que los cubanos por la misma comida de mierda.

El sexto día me dirigí hacia los suburbios cruzando a pie mi barrio, Plaza, por Vedado y hacia el oeste, más allá del inmenso cementerio de Colón, hogar de los mausoleos y los ángeles en pleno vuelo de las familias cubanas que fueron ricas, así como los sepulcros de hormigón de clase media. Un joven llamado Andy me acompañó un rato, entusiasmado por oír cosas sobre América (“Todos queremos ir para allá”), y me invitó a una barbería propiedad de su amigo. De nuevo a solas, pasé ante uno que otro café y estudié cada uno de sus pequeños puestos. Uno ofrecía “pan con hamburguesa” por 10 pesos, el precio más bajo que había visto hasta el momento. Pero seguía siendo demasiado para ese día.

Me uní al mundo del peatón de largo recorrido, paseé por una docena de avenidas y más de veinte calles en el transcurso de una hora y encontré un pequeño puente sobre el río Almendares que separa La Habana propiamente de la Gran Habana. Los exiliados rezuman nostalgia del Almendares, cuyo retorcido curso está rodeado de parras e inmensos árboles, pero a mí siempre me ha parecido deprimente o hasta aterrador: una frontera húmeda y fangosa entre la ciudad enérgica y las casas inmensas (y caras) de los suburbios occidentales. Desde un puente bajo cercano al mar vi lo que quedaba del mundo marinero: una docena de cascos hundidos, unas cuantas casas-barco arruinadas y casetas para barcos abandonadas. Solo se movían dos botes: una lancha de la policía y un microyate sin mástil de unos veinte pies, al parecer incapaz de llegar a Florida.

Giré a la derecha hacia Miramar, pasando ante algunas de las más grandes mansiones de Cuba y muchas embajadas. Aquella era “la zona de las bolsas de dinero, empresas extranjeras y gente con linaje”, dice una prostituta en el libro Havana Babylon. “Vivir en Miramar, aunque fuera en un lavabo, era un signo de distinción.”

Me seguían dos mujeres que agitaban una gigantesca lata de salsa de tomate y gritaban “¡15 pesos! ¡Para nuestros hijos!” Seguí pero después me di cuenta de que había cometido un error. Por 15 pesos, el bote de salsa de tomate para restaurantes habría sido un buen negocio. La comida robada era la comida más barata. Y nada podía ser más normal que pasear por ahí con una inmensa lata de algo.

Unas cuadras más adelante me topé con el Museo del Ministerio del Interior. El personal del museo eran mujeres con uniformes caqui del MININT con charreteras verdes y faldas hasta la rodilla. La entrada costaba 2 CUC, me dijeron. No podía pagar eso, por supuesto. ¿Cuánto le costaba a un cubano?, pregunté. Pregunta equivocada. No se regatea con el minint.

Dije que volvería en otro momento, pero me entretuve en la recepción, que contaba con sus propias exposiciones: hileras de metralletas, fotos de los inmensos cuarteles centrales del MININT cerca de mi apartamento, e inmensas citas de Raúl Castro y otros funcionarios elogiando a los patriotas del MININT por proteger a la nación.

Una de las mujeres, con el pelo recogido en un tenso moño, me observaba. Aunque no tomé notas ni fotos, era astuta.

–¿Quién es usted? –preguntó.

Sonreí y me volví para marcharme.

–¿Es usted periodista? –exigió.

–Turista –dije, volviendo la cabeza, y me alejé a toda velocidad.

–¿Tiene acreditación para estar aquí? –gritó detrás de mí.

Seguí hacia el oeste a pie durante media hora más. Cuando llegué a la casa de Elizardo Sánchez, uno de los objetivos del MININT, estaba cubierto de sudor.

Cuando le dije a Sánchez que había andado hasta allí, como parte del proyecto de pasar treinta días viviendo y comiendo como un cubano, me mostró su libreta. “Lo llaman cuaderno de suministros, pero es un sistema de racionamiento, el más antiguo del mundo. Los soviéticos no tuvieron racionamiento tanto tiempo como Cuba. Ni siquiera los chinos han tenido racionamiento tanto tiempo.” Las carencias empezaron poco después de la Revolución; un sistema para la distribución controlada de bienes básicos se estableció en 1962.

Después de cincuenta años de Progreso, el país estaba en bancarrota. En 2009, los chícharos y las papas habían sido eliminados del racionamiento, y las comidas baratas en los lugares de trabajo se redujeron a porciones del tamaño de un aperitivo. “Se habló de eliminar cosas del racionamiento, o de hacerlo desaparecer por completo”, me dijo Sánchez, repitiendo el rumor que cautivaba a todos los cubanos. Pero el rumor había muerto el 1o de enero de 2010, cuando se entregaron nuevas libretas, como siempre.

Sánchez era felizmente ignorante de las artes domésticas. “Dos kilos de arroz a 25 centavos”, dijo, tratando de recordar su asignación mensual. “Creo. Y, oh, el quinto medio kilo a 90 centavos, creo. Consultemos a las mujeres. Ellas dominan ese asunto.”

Llamó a su esposa de hecho, Bárbara. Aparte de ser abogada y trabajar en casos de prisioneros, cocinaba y ayudaba a su madre y a otra mujer a llevar una panadería desde la cocina. Habían comprado un saco de harina “a la izquierda”, es decir, harina robada comprada a un contacto. Costó 30 pesos. Con eso y algo de buey molido comprado en la trastienda de una carnicería, hacían pequeñas empanadas que vendían a tres pesos cada una, alrededor de ocho por un dólar. Así era como Cuba salía adelante: en las tiendas de racionamiento trabajaban vecinos que robaban y revendían los ingredientes, que después eran convertidos en productos acabados y vendidos a esos mismos vecinos. Ocho empanadas eran una comida, pero un dólar estaba inconcebiblemente por encima de mi presupuesto. Bárbara me dio dos. Acabé con cada una de ellas de un bocado.

Ella escuchó impertérrita mientras le explicaba mi intento de vivir del racionamiento. “Es un gran plan para adelgazar”, dijo. Otro disidente que visitaba la casa, Richard Roselló, terció. Había estado llenando un cuaderno con el precio de bienes en los mercados paralelos, también llamados mercados clandestinos o negros. “Un problema es la comida”, dijo Richard, “pero otro es ¿cómo pagas la factura de la luz, del gas, la renta? El costo de la electricidad ha subido entre cuatro y siete veces, comparado con antes.” Elizardo pagaba casi 150 pesos mensuales por la electricidad, una cuarta parte del salario medio.

¿Cómo salir adelante? “Los cubanos inventan algo”, dijo Bárbara. Una trampa era “revender” tus artículos baratos y racionados a precios de mercado. Yo, finalmente, había conseguido mi asignación de diez huevos de ese modo. Sin una libreta de racionamiento no podía comprar huevos legalmente. Pero al anochecer del día anterior había esperado cerca de la tienda de huevos de mi vecindario y establecido contacto visual con una anciana que había salido de ella con treinta huevos, la asignación mensual de tres personas. Ella los había comprado por 1.5 pesos la pieza y me vendió diez por dos pesos cada uno. Inmediatamente se gastó el dinero en más huevos y consiguió así un beneficio de tres huevos y unas cuantas monedas. Ambos nos encaminamos hacia nuestras casas con cautela, temerosos de aplastar un mes de proteínas por culpa de un tropezón.

Bárbara señaló entonces un terrible error en mi plan. En los últimos años, la mayoría de las fuentes del exterior de Cuba señalaban que el racionamiento incluía dos kilos y medio de frijoles. Pero hacía años que eso había dejado de ser cierto. Ese mes, la asignación era de apenas un cuarto de kilo.

Diez mil calorías acababan de evaporarse de mi mes.

Para compensar ese golpe, Bárbara decidió ofrecerme una “típica” comida cubana. Esta empezó con arroz que, con ocho o diez kilos por persona al mes, era la base de la dieta cubana. Cada ciudadano podía comer al día casi todo el arroz cocido que cabe en una lata de leche condensada. Era arroz vietnamita de poca calidad y era llamado “criollo”, “feo” o “microjet”, esto último en burlona alusión a uno de los planes de Fidel para aumentar la producción agrícola mediante riego por goteo. Una comida típica incluía la mitad de una lata de arroz cocido (la otra mitad había que guardarla para la cena); era una pasta pegajosa, pero sabía bastante bien aliñada con mi hambre.

Después llegó una sopa de frijoles. Solo contenía un puñado de frijoles, pero el caldo era sabroso gracias al sabor de los huesos de buey. (“10 pesos medio kilo de huesos –señaló Bárbara–. Mucha gente no puede permitírselo.”)

No había probado la carne en seis días.

Después me dio la mitad de una yuca pequeña. “¡Mucho mejor nutricionalmente que la papa!”, gritó Elizardo desde algún lugar al otro lado del pasillo.

También hubo un huevo frito, aunque, como señaló Elizardo con otro grito: “Cómete ese huevo hoy y no comerás huevo mañana.” Ni pasado mañana.

El huevo era maravilloso. Con mi estómago encogido, toda la comida, incluidas dos pequeñas empanadas, era perfectamente suficiente. Mastiqué los huesos para extraer pequeñas cantidades de carne. Eso era lo mejor que había comido en días. Con mucho cuidado, Bárbara guardó el aceite de la sartén.

Richard, con su pequeña libreta de precios, señaló las implicaciones de comer así. Una “cesta mensual” de comida racionada (que en realidad duraba doce días) costaba 12 pesos por persona, según el cálculo del gobierno. Durante los diez días siguientes la gente tenía que comprar la misma comida por unos 220 pesos en el mercado libre, el paralelo y el negro. Eso solo te daba veintidós días. Un mes costaba unos 450 pesos, más que todo el ingreso de millones de cubanos, y eso no incluía ropa, transporte o artículos domésticos.

Ya nadie podía permitirse tazas y platos. Se robaban de empresas estatales cuando era posible y se vendían en el mercado negro. La ropa tenía que comprarse usada, en reuniones de trueque llamadastroppings en burlona alusión a los shoppings para divisa fuerte. Los que se quedaban sin comida la rebuscaban en contenedores o se convertían en alcohólicos para calmar el dolor, dijo.

Elizardo regresó. “Esto no es Haití o Sudán –dijo–. La gente no se desmaya en las calles, muerta de hambre. ¿Por qué? Porque el gobierno garantiza dos kilos o tres de azúcar, que tiene muchas calorías, y pan cada día, y suficiente arroz. El problema de Cuba no es la comida ni la ropa. Es la falta total de libertad civil, y por lo tanto de libertad económica, que es la razón por la que tienes que tener libreta.”

Como en el resto del mundo, el problema de la comida es en realidad un problema de acceso, de dinero. Y el problema de dinero es un problema político.

El séptimo día descansé. Tendido en la cama con Victor Hugo, perdido en la prueba de la bondad del hombre, me podía olvidar durante una hora de que me dolían las encías, de que tenía la garganta llena de saliva.

La Habana estaba cambiando, como lo hacen las ciudades. La zona histórica había sido puesta bajo control de Eusebio Leal Spengler, el historiador de la ciudad. Leal había dado especial prioridad al abastecimiento de la construcción: mano de obra, camiones, herramientas, combustible, canalizaciones, cemento, madera, hasta grifos e inodoros. Pero esa no era la razón por la que la gente lo adoraba. No, me explicó mi amigo, el acceso “privilegiado” a los abastecimientos significaba simplemente que había más que robar.

Un amiga mía estaba reformando su casa con la esperanza de alquilar habitaciones a extranjeros, y ciertamente al cabo de unos pocos minutos se produjo el chirrido de unos frenos de camión y se oyó un fuerte bocinazo. Su marido me hizo una señal urgente y abrimos la puerta de entrada. Un camión de remolque descubierto estaba esperando. En sesenta segundos, los tres descargamos más de doscientos cincuenta kilos de sacos de cemento Portland. El marido pasó un fajo de billetes al camionero, que no tardó en arrancar y largarse. Había ganado dinero con el cemento destinado a alguna construcción. Nos pasamos media hora llevando los sacos a un rincón oscuro en la sala de atrás y los cubrimos con una lona porque estaban impresos con tinta azul, lo que los señalaba como propiedad del Estado. La tinta verde era para la construcción de escuelas. Solo el cemento en sacos impresos en rojo podía ser comprado por los ciudadanos, en tiendas estatales, por 6 dólares el saco.

A diferencia de la mayoría de los funcionarios cubanos, Leal había conseguido mejorar la vida de la gente. Él reconstruyó los viejos hoteles; mis amigos consiguieron más de 250 kilos de cemento para su nuevo búngalo turístico.

Él restauró un museo; ellos robaron láminas metálicas para los tejados. Él mandó camiones de madera al vecindario; ellos hicieron que desapareciera la mitad de la madera.

El Estado era propietario de todo. La gente se apropiaba de todo. Un sistema de racionamiento al revés.

Ayudar a robar el cemento fue mi primer gran éxito. A cambio de media hora de trabajo, recibí un plato lleno de arroz y frijoles, con un poco de plátano y una pequeña porción de picadillo. Al menos 800 calorías.

La segunda semana fue más fácil: tenía mis dos pequeñas estanterías llenas de bolsas de arroz y frijoles, unas cuantas yucas a 80 centavos el medio kilo y una botella de whisky de contrabando todavía medio llena. Tenía nueve, después ocho, después siete huevos, aunque el refrigerador estaba por lo demás vacío.

Había abandonado por completo lujos como los sándwiches (o sándwich, en singular: había comprado uno, pero el gasto todavía me hace temblar). El décimo día descubrí que me quedaban 100 pesos. Como con los huevos, imaginaba una cuidadosa y lenta reducción durante los veinte días siguientes, pero mi presupuesto y mi dieta podían verse igualmente arruinados por un resbalón que dejara una yema de huevo en el suelo. Todo se reducía a la cuestión de cuánto me duraría el arroz: con solo 5 pesos por día, no podía permitirme compras importantes durante el resto de mi estancia. Había aprendido a suprimir el apetito al caminar junto a las colas de cubanos que compraban pequeñas bolas de pasta frita por un peso cada una. Mi única indulgencia era una barra de rígida mantequilla de cacahuate hecha a mano por granjeros, que se vendía por 5 pesos en los agros. Con algunas restricciones, esa tableta de unas seis cucharadas de cacahuate molido burdamente y muy azucarado podía durar dos días. Podía verse a los campesinos más pobres mordisqueando esos bloques de mantequilla de cacahuate y volviendo a envolverlos después de cada bocado.

Otra cosa que yo tenía en común con casi todos los cubanos era que no trabajé absolutamente nada en mis treinta días. Es decir, trabajé mucho y frecuentemente en mis propios proyectos –cargué cemento y moví grava a cambio de dinero, y escribí mucho– pero no era trabajo estatal, ese trabajo que se cuenta en las columnas de la Cuba oficial, en la que más del 90 por ciento de la población es empleada del Estado. ¿Por qué iba a buscar trabajo? Nadie más se tomaba el suyo en serio, y el chiste más viejo de La Habana sigue siendo el mejor: Ellos simulan pagarnos, nosotros simulamos trabajar.3

De modo que tenía tiempo libre. Esa noche oí música y encontré una serie de escenarios colocados a lo largo de la calle 23 que culminaba en una buena banda de rock que tocaba bajo la luna ascendente. Me senté en el pedestal de algún heroico desconocido, la estatua de una madre que empujaba a su hijo a la batalla. Al cabo de un rato, una niña pequeña, de siete u ocho años, vino y se sentó en la piedra.

–¿Caramelo? –dijo.

–No tengo.

–¿No?

–No.

–¿Ni uno?

–No.

Después lo habitual: de dónde eres, dónde vives, qué haces aquí. Y de nuevo:

–¿Dinero?

–No tengo.

–Pero los extranjeros siempre tienen mucho dinero.

–Sí, en mi país tengo dinero. Pero aquí vivo como un cubano.

–Dame un peso.

No puedo. Estoy jugando, querida. Estoy simulando estar en la ruina. Estoy viviendo un tiempo como tus padres. No he comido en nueve horas. En los últimos once días he ingerido 12,000 calorías menos que en mi dieta habitual. Me duelen los dientes.

O, dicho en español:

–No.

Finalmente me dirigí a casa para una celebración largamente esperada. Era viernes, y esa noche era la semanal Comida de Carne. Aunque ese día había sido hasta el momento uno de los peores –menos de 1,000 calorías a las nueve de la noche, tras mucho andar–, estaba determinado a arreglarlo con un festín. Preparé arroz, puse una sola yuca en la olla a presión –conocida por los cubanos como “La que nos dio Fidel”, porque fueron entregadas en un plan de ahorro energético– y serví un precioso vaso de whisky (250 calorías) con hielo, todo acompañado con los frijoles y el arroz de ayer. Necesariamente, las raciones eran pequeñas.

Saqué del refrigerador mis proteínas, una de las cuatro chuletas empanadas del mes. Encendí el fuego sin fijarme y quemé la chuleta hasta dejarla negra, aunque en la mesa demostró estar fría y macilenta por dentro. No era pollo. Ni siquiera era el “pollo formado”. Los principales ingredientes, decía, eran pasta de trigo y soya. Una inspección más cercana reveló que no había nada de pollo. Me estaba comiendo una esponja empanada de solo 180 calorías. Lo que habría dado por un McNugget.

Al final, crucé la barrera de las 2,000 calorías por primera vez en diez días, aunque fuera por poco. Quitando los muchos kilómetros caminados y un poco de baile, eso me dejaba en mi meta habitual de 1,700 calorías. Pero tenía el estómago lleno cuando me fui a la cama.

O eso creía. Después de dos horas de sueño, me desperté con insomnio, el compañero del hambre. Me quedé en la cama desde la una hasta el amanecer, cinco horas tratando de matar moscas, dando vueltas y leyendo a Victor Hugo y Alexandre Dumas père.

Con todo, no puedo comparar mi situación con el hambre de verdad. Como señala Hugo: “Tras el arte de vivir con poco está el arte de vivir con nada.” Me sumergí en miles de páginas de la Francia del siglo XIX, dos autores que describían la Revolución, marchas forzadas y verdadera hambre. “Cuando uno no ha comido –escribe Hugo– es muy raro… Masticó esa cosa inexpresable que se llama hambre. Una cosa horrible, que incluye días sin pan y noches sin sueño.” Y llegó el amanecer, mi duodécimo.

De repente, fortuna y felicidad. La noche siguiente, cuando estaba sentado delante de mi vivienda contemplando la calle, mi vecino se acercó por el callejón sosteniendo un teléfono. Una llamada. Para mí.

Era una amiga de un amigo que visitaba Cuba con su novio. Eran verificables americanos de pies a cabeza y al instante olí la comida gratis. Habían aterrizado en La Habana y, como no conocían la ciudad ni el idioma, me invitaban a cenar con ellos.

Fuimos a pasear por el Vedado y yo evité cuidadosamente pedir comida, haciéndome el estoico. Decidieron cenar en un restaurante para turistas y por primera vez comí cerdo.

La tarde siguiente nos encontramos de nuevo. Les llevé a ver una iniciación a la santería, una hora de vaporoso tamborileo en un pequeño apartamento completado con tres actos distintos de posesión. Siguió otra invitación a cenar en un restaurante elegante.

¡Más cerdo!

El lechón marinado de los cubanos, el inocente cerdito, con ajo y naranja amarga y cocinado lentamente que hasta te lo puedes comer con una cuchara. Junto a la refulgente grasa y la proteína, nos sirvieron un plato de arroz y frijoles, exactamente lo que yo comía dos veces al día en mi cocina. El plato daría para cuatro de mis comidas, expliqué.

–Discúlpame –dijo el novio, sirviéndose–. Voy a comerme tu jueves.

Como los centenares de cubanos a los que he dado de comer en el transcurso de los años, algo tuve que hacer a cambio de mi cena. Las tradiciones de los cultos afrocubanos. La historia de edificios que yo nunca antes había visto. Paseos siguiendo los pasos de Capone, Lansky, Churchill y Hemingway. Bromas socialistas. El arte del racionamiento. El secreto del daiquiri. Ambas noches tomé cerdo, arroz con frijoles y un par de cocteles.

A pesar de la carne apenas estaba mejor –solo 2,100 calorías cada día, comparadas con mis 1,700 habituales. Pero las comidas contribuyeron a mi bienestar psicológico. Había tenido un alivio, unas vacaciones, de la consumidora ansiedad de ver cómo mis alimentos secos se evaporaban.

La mañana siguiente encontré a una mujer rebuscando en mi basura. Quería botellas de cristal o cualquier cosa de valor: le di mis pantalones rotos. Tenía ochenta y cuatro años, la misma edad que mi madre, y vivía con una pensión de 212 pesos al mes, un poco más de 8 dólares. Buscaba en la basura cosas –para furia de mi casera, que consideraba que la basura era un recurso suyo– y trabajaba como “colera”, haciendo cola por los demás, para cinco familias de la manzana. Llevaba sus libretas de racionamiento a la bodega, recogía y entregaba el abastecimiento del mes y recibía a cambio un total de 133 pesos por ello. Sorbía un inhalador para el asma que costaba 20 pesos, unos 75 centavos de dólar, pero solo el primero tenía ese precio: los demás tuvo que comprarlos en el mercado negro por varios dólares cada uno.

A cambio de mis pantalones, mencionó que la panadería “libre” tenía pan. Se trataba de la panadería que operaba fuera del racionamiento, donde cualquiera podía comprar una hogaza. El precio era cuatro veces el de las panaderías del racionamiento, pero tenían mucho más pan. Cogí una bolsa de plástico, caminé ocho cuadras (pasando frente a tres panaderías de racionamiento vacías) y compré una hogaza por 10 pesos.

Mientras caminaba de vuelta a casa, una mujer que iba en dirección contraria me preguntó:

–¿Tienen pan?

Dobló el paso.

Después, cuando pasé junto a un juego de ajedrez a la sombra de una higuera, un hombre alzó la mirada y me preguntó lo mismo.

–Sí, hay pan –le dije.

Derribó las piezas, enrolló el tablero y ambos jugadores se marcharon hacia la panadería.

El desayuno había sido un pequeño plátano duro comprado a un hombre en un callejón. Con café y azúcar, eran menos de 200 calorías. La comida era un huevo y dos rebanadas del nuevo pan, 380 más.

Tenía tres dólares en la cartera y diecisiete días por delante.

Un error catastrófico. Había andado a pie toda la tarde, el azúcar de mi sangre estaba descendiendo y al pasar por un callejón vi un pequeño pedazo de cartón en el que decía pizza, me detuve y me compré una. La pizza básica –un disco de masa de treinta centímetros con cátsup y una cucharada de queso– costaba 10 pesos. Pero impulsivamente pedí la versión con chorizo. Era ahora un tentempié de 15 pesos.

En mi apartamento, puse sobre la mesa la pequeña pizza y la miré horrorizado. Quince pesos eran unos increíbles 60 centavos de dólar que echarían por tierra mi presupuesto. Me podría haber comprado kilos de arroz por esa cantidad.

Mirando esa cosa raquítica, más pequeña que una sola porción en Estados Unidos, me puse a temblar. Tuve que sentarme. Después me eché a llorar. Lo hice durante unos buenos diez minutos, maldiciéndome. ¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Imbécil!

Me había gastado una quinta parte del dinero que me quedaba impulsivamente. Ahora solo tenía 64 pesos para sobrevivir durante los diecisiete días siguientes. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Cómo iba a comer cuando me quedara sin frijoles, de los que ya no había muchos? ¿Y si cometía otro error? ¿Y si me robaban? ¿Cómo llegaría al aeropuerto el último día si no tenía ni unos cuantos peniques para el billete de autobús?

Llorar no solo libera tensión y miedo, sino también endorfinas. Cuando la pizza se hubo enfriado, también lo había hecho yo. Comí con cuidado, con tenedor y cuchillo, y me bebí un vaso de agua helada. Esa “comida” duró menos de dos minutos. Era el punto bajo de mi mes.

Una hora más tarde llamaron a la puerta. La hija de uno de mis vecinos estaba fuera. “¡Patri! –gritaba– ¡Patri!”

Salí. Me dio una caja de zapatos. Pesaba y estaba cubierta de cinta aislante. Alguien se había detenido –otro americano de visita en Cuba– y la había dejado. En la cocina corté la cinta y la abrí y encontré una nota de mi mujer y mi hijo pequeño y tres docenas de galletas de té hechas en casa.

Me comí diez galletas. Emboscada para escapar. Lágrimas para la paz. Maldición para la alegría.

Racioné el resto de las galletas: cinco por día hasta que se reblandecieran; después dos al día, y al fin desarmé la caja con un cuchillo y me comí las migas.

Una vez al día cedía a mi vanidad, me quedaba sin camisa delante de un espejo y miraba al hombre que no había visto en quince años. Había perdido dos, luego tres, luego ocho kilos. Pero el estómago y la mente se ajustan con una aterradora facilidad. La primera semana había estado asustado y muerto de hambre. La segunda, dolorido y hambriento. Ahora, en mi tercera semana, comía menos que nunca pero estaba bien física y mentalmente.

Había pasado mi peor día hasta el momento, con solo 1,200 calorías. Eso era lo que comía un prisionero de guerra americano en Japón durante la Segunda Guerra Mundial.

Volví con mis amigos los ladrones de cemento y, después de mucho esperar, la mujer me hizo una cena generosa, riéndose a carcajada batiente de “mi experimento”. Había frito (en aceite robado de una escuela) un poco de pollo molido (comprado a un amigo que lo robó) que me sirvió con el arroz “feo” de una ración y una única y minúscula remolacha. Después de la comida, hasta me hizo un poco de ponche, pero a la manera cubana: una sola cucharada en una taza de café expreso. También hubo algunas cucharadas de papaya (a un peso cada una, en un mercado barato que me recomendó) cocinada con jarabe de azúcar.

“Es imposible”, dijo de mi intento de ser oficialmente cubano. Para sobrevivir, todo el mundo tenía que tener “un extra”, algún ingreso fuera del sistema. Su marido alquilaba una habitación a un turista sexual noruego. Su vecina vendía comida a los trabajadores que habían perdido el almuerzo gratuito de las cantinas. Su madre vagaba por las calles con jarras de café y una taza, vendiendo dosis de cafeína. Su amigo de la esquina robaba el aceite de cocina y vendía a 20 pesos el medio litro. Otro vecino robaba pollo molido y vendía a 15 pesos el medio kilo. (“Buena calidad, a muy buen precio, deberías comprar”, y lo hice.)

Su comida fue la única que tomé aquel día y las calorías se consumieron en un asombroso paseo no solo de una punta a otra de La Habana, sino a su alrededor, más allá de una gigante circunvalación hasta llegar a las calles purulentas, pasando por los grandes hoteles, las casas oscuras, entre gente que dormía sin techo, sentada en cajas de embalar, siempre hacia adelante, horas en rotación durante el mediodía, la tarde, el anochecer, en anchas avenidas y estrechos callejones, por Plaza, Vedado, Centro, Habana Vieja, Cerro, por Plaza de nuevo, Vedado de nuevo, cuatro, seis, ocho, diez, doce kilómetros, junto a la estación de autobuses, el estadio de deportes, agujeros ardientes en mis zapatos, después la cama.

Me dolían los pies. Pero no sentía la menor queja de
mi estómago.

Yo tenía por costumbre decir que un 10 por ciento de todo era robado en Cuba, para ser revendido o reutilizado. Ahora creo que la cifra real es un 50 por ciento. El delito es el sistema.

Un día, en la acera, delante de mi tienda de racionamiento, vi a un adolescente con corte de pelo punk paseando en su brillante Mitsubishi Lancer y jugando con lo que tomé por un iPhone. “Esto no es un iPhone –me corrigió–. Es un iTouch.”

Se venden por 200 dólares, 5,300 pesos. Algunas personas tienen dinero, incluso aquí. La única certidumbre es que no han conseguido ese dinero legítimamente.

Caminé hasta la amplia Riviera, donde la sala de juego fue nacionalizada un año después de su apertura. (Meyer Lansky, el propietario, dijo, como es célebre, que la había “cagado”.) En el gimnasio me pesé: 95 kilos. En 18 días había perdido cinco kilos, un ritmo que en los Estados Unidos conlleva hospitalización.

De camino a casa, una mujer me preguntó dónde se cogía el autobús P2. Farfullé la respuesta.

–Oh, creía que era cubano –dijo.

Pierdes peso y cambias de nacionalidad. Me reí por su error y seguí caminando, pero un instante después ella me perseguía.

–Eh, invíteme a comer –dijo–. Donde sea.

Negué con la cabeza.

–A comer –me gritó–. A cenar. Como quiera.

En casa, abrí el refrigerador y conté: cinco huevos.

Como la mujer que buscaba elP2, me volví directo. Caminé tres kilómetros hasta Cerro, un mal barrio. Eso me llevó directamente a un callejón en cuyos lados había sendas líneas de camiones oxidados, junto a un estadio de deportes que se caía a trozos, por un parque dejado y una arboleda, hasta la puerta de entrada del Ministerio del Interior. Es el famoso edificio con un gigante Che Guevara. Estaba vigilado por un par de soldados con boina roja. El edificio del MININT es fotografiado constantemente por la singular escultura del Che, pero no quieres estar dentro. Ignoré a los guardias y seguí hasta el vasto y descuartizado asfalto de la Plaza de la Revolución. En el otro lado, caminando con cuidado, pasé junto a la entrada de un edificio bajo pero inmenso situado en la cima de una grandiosa entrada. Era el Consejo de Estado, el núcleo del sistema revolucionario, en el que Raúl Castro supervisaba a los funcionarios de mayor rango.

Soldados de fuerzas especiales con pistolas y porras vigilaban la rampa de entrada; el gobierno se siente suficientemente seguro como para que solo un par de pistolas se interpongan entre Raúl y yo.

Paseando, a veces en círculos, pasé por Cerro y otros vecindarios hasta que encontré la casa de Oswaldo Payá, uno de los disidentes más importantes de Cuba. Hablamos sobre política, cultura, neoliberalismo y derechos humanos, pero lo que me llamó la atención fue su economía personal. “Mi salario es de 495 pesos al mes –dijo–. Eso son diez comidas para cuatro o cinco personas. Los sueldos no cubren una quinta parte de nuestras necesidades alimentarias. Un sándwich de 10 pesos y una bebida de 1 peso es la mitad de mi salario diario. Entre mi ir y venir del trabajo, y el viaje a la escuela de mis tres hijos, nos gastamos 12 pesos al día en transporte, es decir, un 50 o 60 por ciento de nuestros ingresos totales.” Él sobrevivía gracias a un hermano en España que le mandaba dinero. “La paradoja es que los trabajadores son la gente más pobre de Cuba. Todos estamos peor que el tipo que vende perritos calientes en la gasolinera de la esquina (una empresa de divisa fuerte).” La mayoría de la gente no tenía CUC y pasaba hambre cada noche. “No digo que todo en Cuba sea malo, o terrible. Porque tenemos planes de distribución para alimentar a los pobres, para dar beneficios. Pero hay otra forma de dominación, mantener a la gente eternamente pobre. Si me liberan las manos, abriré una empresa y me alimentaré por mí mismo.”

Le pregunté dónde podía alguien conseguir dinero para un iPod Touch, o cualquiera de los aparatos, bienes de lujo, coches modernos, sistemas de sonido y ropa elegante que eran cada vez más comunes en Cuba. “Un salario… es igual a pobreza –dijo–. Todos tienen que robar al sistema para sobrevivir. Es la tolerada corrupción de la supervivencia.” Una pequeña clase media había emergido: “Hombres de negocios, la mayoría ex funcionarios, gente que lleva restaurantes. Todos gente del régimen. La mayoría ex militares o del Ministerio de Exteriores, y demás. Todos tienen conexiones. Todos están dentro del sistema. Son intocables.” Y había un tercer grupo, increíblemente pequeño pero “indescriptiblemente” rico en el interior del liderazgo, “con grandes casas, viajes al extranjero, todo. El pueblo cubano sabe que este grupo existe, pero nunca los verás, es imposible”.

Durante nuestra charla de una hora, su mujer, Ofelia, otra activista pro derechos humanos, me trajo un vaso de zumo de piña. Oswaldo dio fin a la conversación y me dijo que volviera a comer y tomar un mojito cuando quisiera.

Me quedé en la silla. Toda esa charla sobre comidas futuras me había llenado la boca de saliva. Ofelia lo vio y no tardé en oír cómo freía pollo en la cocina.

Comimos sopa de tomate, tomates, arroz y unas lentejas amarillas. Sirvió un poco de proteína, un puré gris que tomé por picadillo del gobierno porque sabía a soya y pedazos de algo que en el pasado había sido un animal. Pero Ofelia sacó el envoltorio de la basura. Era carne de pavo “separada mecánicamente” de Cargill, en Estados Unidos, parte de cientos de millones de dólares en productos agrícolas vendidos a Cuba cada año bajo una exención del embargo. Era casi incomible, incluso en mi estado hambriento, pero Ofelia estaba refulgente. “Es mucho mejor que el pavo que teníamos antes”, dijo.

De camino a la salida, Oswaldo trató de darme 10 pesos. “Todos los cubanos harían esto por usted”, dijo. Me dijo que me lo gastara en comida, pero lo rechacé apartando los billetes. No podía recibir dinero de una fuente, aunque no había tenido escrúpulos con la comida. Insistió. Al final, para evitar volver a casa caminando, acepté una moneda de un peso para el autobús.

Oswaldo me acompañó por su arenoso vecindario, lleno de observantes adolescentes, hasta una parada de autobús.

–Póngase pantalones largos –fue su último consejo. Solo los turistas andan por ahí con pantalones cortos.

Hacía mucho tiempo que me había acabado el whisky y no me era fácil disfrutar de Cuba sin una copa. Oswaldo Payá me había puesto la mosca detrás de la oreja al decir: “Tomar una copa es uno de los derechos que todos tenemos.” Había llegado el momento de conseguir algo de licor.

El único alimento que tenía en abundancia era el azúcar. Ni siquiera me había molestado en recoger mi asignación de azúcar bruto, porque en tres semanas apenas había consumido la mitad de dos kilos y cuarto de azúcar refinada. El proceso de hacer ron es simple, al menos en teoría. Azúcar más levadura es igual a alcohol. Destilación es igual a alcohol más fuerte. Nunca había destilado antes, pero recientemente había visitado la destilería Bushmills en Irlanda del Norte y, reconfortado por las notas de Chasing the white dog, de Max Watman, me abrí paso hacia la felicidad.

El primer paso era preparar una solución con bajo contenido alcohólico. Ya tenía el azúcar. Fui a la panadería libre, donde una muchedumbre decepcionada esperaba que las máquinas produjeran otra hornada de pan. En la puerta de atrás, le hice un gesto a una panadera y le pregunté si podía comprar un poco de levadura. “No –dijo–. No tenemos suficiente para nosotros.” En un ritual ahora familiar, insistí un poco, charlé con ella, y no tardó en sacar media bolsa de levadura –hecha en Inglaterra– por la reja. Traté de pagarle, pero se negó.

Después traduje la prosa de Watman con una calculadora y convertí las medidas al sistema métrico con la esperanza de acertar. Un kilo de azúcar requeriría poco menos de cuatro litros de agua. Como era propio de La Habana, el agua era el mayor obstáculo: el agua del grifo de la ciudad contiene mucho magnesio. Mi casera tenía un purificador de agua coreano, pero estaba roto. Tardé treinta y seis horas en gorronearle cuatro litros de agua purificada. Después limpié a conciencia mi olla a presión, la probé, reparé sus sellos de goma, la esterilicé y eché en ella el agua y el azúcar. Watman no menciona cuánta levadura usar; decidí que “la mitad” con la idea de que si metía la pata seguiría quedándome lo suficiente para un segundo intento.

Mezclar, cerrar, esperar. En cuatro horas la olla a presión –“La que nos dio Fidel”– casi rezumaba una espuma marrón cuyo olor era mortal.

Destilar requiere un alambique. Lo intenté en una ferretería de un centro comercial de divisa fuerte en el Malecón, después en unshopping ferretero, y al final le pregunté al dependiente de una gasolinera. Me dijo que buscara a un hombre que estaba junto a una pequeña mesa de cartas en la 3a avenida. Después de mucha discusión sobre el alcohol, ese hombre cubierto de brillantina, un fontanero del mercado negro de la calle de Brasil me dio casi un metro de mugriento tubo de plástico. Me pasé dos horas tratando de limpiar la grasa endurecida del tubo. Calor, jabón y una percha desmontada no sirvieron de nada. No podía permitir que mi alcohol supiera como un viejo Chevy.

Finalmente le pedí a un jardinero que trabajaba en un jardín del vecindario si podía conseguirme un tubo que sirviera para destilar aguardiente. Le pareció que esa petición era la cosa más natural del mundo y volvió en media hora tras haber despojado algún jardín de su manguera.

Durante los dos días siguientes comprobé la espumilla de estanque de mi olla. Atraía a las moscas de la fruta y emitía un débil silbido.

Los dioses sonreían, y también lo hacían las prostitutas. Durante más de una semana había estado despertando las atenciones de una joven dama que caminaba frente a mi vivienda. Era un clásico ejemplo de la economía en acción cubana: pantalones apretados, cadenas de oro, sombra de ojos azul, sandalias con plataforma y uñas acrílicas de centímetros de longitud pintadas con los colores de la bandera cubana.

Pst –me decía, llamando mi atención sobre esos atributos. Con frecuencia me sentaba fuera de mi pequeño apartamento para aliviarme de la sensación de estar atrapado dentro. Ella me miraba a través de la verja de hierro que había junto a la calle y me llamaba.

Pst.

Me resistí. Pero ella era, como la mayoría de las prostitutas cubanas con las que hablé, una superviviente encantadora y lista bajo las toscas proposiciones jewwanafuckeefuckee. Habíamos hablado en una ocasión y volvimos a hacerlo unos días después, y nuestra tercera conversación duró mucho tiempo. Seguía intentando meterse en mi apartamento –¿tenía fuego para su cigarrillo?, ¿café?, ¿una cerveza o un refresco?– y yo seguía dándole cuerda, disfrutando con sus historias.

Su escote había empezado a sonar y ella sacó un celular. Siguió una conversación enconada en inglés. Cuando colgó, dijo: “Quiere cogerme el culo.” Los cubanos, especialmente las prostitutas, son muy directos con el sexo. También con la raza. “Los negros siempre quieren hacerlo por el culo –prosiguió–. No me gustan los negros, aunque yo me considero negra. Soy la más clara de mi familia, mi madre es negra, mi hermana es negra, pero yo creo que la gente negra huele mal. Ese chico tiene mucho dinero. Es alguien importante en las Islas Caimán, un hombre muy rico. Me ha ofrecido 150 dólares, pero le he dicho que no. Ahora dice que me va a pagar 300 solo para cenar.”

–No lo creo –dije.

–Lo sé. Le digo que llame a mi prima. A ella le encantan los negros.

Todas nuestras conversaciones empezaban y acababan con una proposición. Como durante una semana la había rechazado repetidamente, me dijo: “Creía que eras un pato.”

–¿Un qué?

–Maricón. Un gay. Homosexual.

Era una enfermera de veinticuatro años de Holguín. Trabajaba turnos de doce horas para conseguir vacaciones, y después, durante cuatro o seis meses, iba a La Habana para “dedicarme a esto” un largo periodo de tiempo, decía. En un raro eufemismo, decía que era una dama de acompañamiento.

–La mayoría de las chicas tienen chulos, pero yo no, así que tengo que cuidarme.

Además del teléfono, su escote escondía una pequeña navaja que abrió y agitó de un lado a otro.

–¿Sabe por qué hacemos esto –dijo–, verdad? Es la única forma de sobrevivir. Tengo una hija. La quiero mucho, es preciosa. La echo de menos. Así que hago esto por ella. ¿Por qué no me da un billete de cien y vamos arriba ahora mismo?

(Finalmente me ofreció el “precio cubano” de 50 dólares.)

Le dije que no tenía dinero. Le expliqué lo que estaba haciendo. El racionamiento. El salario. Que ya había perdido cinco kilos. “No tengo un peso”, le dije. Me pidió un bolígrafo, escribió su número de teléfono y me lo dio. Después sacó de uno de los minúsculos bolsillos de sus apretados pantalones una sola moneda de un peso y me la dio.

–Para que puedas llamarme –dijo.

Ese fue otro día terrible para la comida, el peor hasta el momento. Entre el amanecer y la media noche comí arroz, frijoles y azúcar que sumaban un total de 1,000 calorías. Me desperté a las tres de la madrugada y me acabé el arroz. No quedaba más que un puñado de frijoles, dos yucas, unos cuantos plátanos, tres huevos y una cuarta parte de calabaza.

Quedaban nueve días.

Fui a la tienda de racionamiento, encontré a Jesús y compré café, medio kilo de arroz y un poco de pan, todo a precio cubano, 14 pesos en total, alrededor de 60 centavos de dólar. Ese fue el fin del dinero. Pero con restos de comida y la generosidad de varios cubanos y un estómago encogido hasta el tamaño de una nuez, sería suficiente. Sabía que iba a conseguirlo.

El día siguiente caminé hasta la casa de Elizardo Sánchez, el activista pro derechos humanos. Una hora y diez minutos cada trayecto.

–Todo está bien ahora –dije, delirando por el bajo nivel de azúcar en la sangre–. Hasta las prostitutas me dan dinero.

Estuve en su casa una hora. Me ofreció un vaso de agua.

Finalmente había llegado el día de la gran huida. No mi marcha, para la que todavía faltaban ocho días, sino el alcohol. El líquido fermentado marrón había dejado de borbotear tras cuatro días –cuando el contenido alcohólico alcanza el 13 por ciento desactiva el resto de la levadura. Esterilicé la manguera de jardín y, utilizando una percha doblada, la fijé sobre la rejilla de la olla a presión. Encendí una cerilla y en diez minutos tenía vapor de alcohol, y después un goteo regular de condensación hacia el interior de la botella de whisky vacía que tenía en un cuenco con hielo.

Era un ignorante y una deshonra para mis raíces en Virginia porque calenté demasiado el líquido fermentado y no conseguí deshacerme del primer vino de baja graduación, un alcohol áspero e incluso tóxico. Pero después de cuatro horas el alambique había producido un litro de bebida lechosa y yo tuve la ingenua idea de dejarlo antes de que los posos la envenenaran. Debería haber procedido a una segunda destilación, para refinarlo, pero me daba igual. A las cuatro de la tarde finalmente me senté con un vaso de alcohol blanco y tibio.

Treinta segundos después de empezar a beber me dolió la panza. El contenido alcohólico era bajo, pero también lo era mi tolerancia, y no tardé en marearme. Vino el jardinero y probó un poco, con una expresión triste. Me desperté a medianoche con dolor de cabeza y así seguí la última semana de mi estancia. Dolor de barriga instantáneo, levemente borracho, dolor de cabeza. Las primeras dos o tres horas valían la pena. Cuando me fui de La Habana no quedaba una sola farola encendida.

Tampoco quedaba mucho de mí. A mediados de febrero me encaminé una última vez a la Riviera y me pesé en el gimnasio. Había perdido seis kilos y cuarto desde mi llegada.

Más de seis kilos en treinta días. Había perdido unas 40,000 calorías. A ese ritmo, en primavera estaría tan delgado como un cubano. Y muerto en otoño.

Acabé con unas pocas comidas pequeñas –lo que quedaba del arroz feo, una última yuca y una cuarta parte de una calabaza. El día antes de mi marcha irrumpí en mi alijo de emergencia y me comí los palitos de sésamo del avión (60 calorías) y abrí la lata de refresco de fruta que había llevado de las Bahamas (180). El sabor del líquido rojo me estremeció: amargo con ácido ascórbico y lleno de azúcar para imitar los sabores del zumo de verdad. Era como beber plástico.

Mis gastos totales en comida fueron durante todo el mes de 15.08 dólares. Al final había leído nueve libros, dos de ellos de unas mil páginas, y escrito la mayor parte de este artículo. Había estado viviendo con los ingresos de un intelectual cubano y, de hecho, siempre escribo mejor, o al menos más rápido, cuando estoy en la ruina.

Mi última mañana: no desayuné después de no haber cenado. Utilicé la moneda de la prostituta para coger un autobús al aeropuerto. Tuve que caminar los últimos minutos hasta mi terminal y casi me desmayo en el camino. Se produjo un momento tragicómico cuando un hombre de uniforme me apartó de la fila en los detectores de metales porque un agente de inmigración creía que me había quedado más de los treinta días que me permitía el visado. Fueron necesarias tres personas, contando repetidamente con los dedos, para probar que seguía en el trigésimo día.

Cené y desayuné en las Bahamas y gané dos kilos. De vuelta en Estados Unidos, engordé otros tres y medio. Cambias de nacionalidad y cambias de peso. ~

 

Traducción de Ramón González Férriz

© 2010 Patrick Symmes. Todos los derechos reservados

 

Publicado en Letras Libres