El anciano déspota Raúl Castro, símbolo viviente de la tiranía más longeva y cruel de América Latina, tiene la cachaza de insultar a la oposición venezolana, en nombre de la “verdadera democracia” que viven los cubanos desde hace 54 años, cuando los partidos políticos fueron proscritos, la libertad de prensa sepultada, toda forma de oposición y disidencia prohibida por la Constitución y se impuso el pensamiento único con una religión de Estado que es el castromarxismo. Ese personaje patético, de una crueldad inenarrable, se atreve a denigrar de los demócratas venezolanos solo para complacer a los sargentos que se disputan la sucesión de Hugo Chávez y demostrar que la alianza con estos lugartenientes es tan sólida como el macizo guayanés. Ya sabíamos de la cercanía de esa asociación por los continuos viajes de Maduro, Diosdado y Ramírez a Cuba a recibir instrucciones de los hermanos Castro, especialmente del menor quien es ahora, junto con Ramiro Valdés, es quien controla los hilos del poder en la isla y mueve las marionetas venezolanas. La reciente foto publicada con amplio despliegue en la portada del Granma, donde aparece Raúl en pose de jefe e impartiéndoles órdenes a sus súbditos venezolanos, ya nos advertía de la renuncia total de los herederos a la soberanía y la claudicación frente al autócrata.
La actitud del régimen ante los sucesos de Uribana y el miserable discurso de Castro en la cumbre de la CELAC en Santiago de Chile, ratifican que los sucesores de Chávez optaron por empuñar los hierros contra la oposición. La ausencia total de carisma de estos mediocres personajes está siendo suplida por una actitud arrogante e insolente impropia de la política moderna, aunque típica de los gamonales que asolaron la Venezuela decimonónica. Desde el 2 de febrero de 1999 la política, en Venezuela, perdió uno de sus atributos característicos: constituir un espacio donde, en medio de la confrontación, los partidos y fuerzas encontradas negocian y llegan a acuerdos sobre los temas y problemas más importantes de la nación. Hugo Chávez, con el propósito de distanciarse del talante negociador que había caracterizado la democracia después de 1958, convirtió la política en un campo de batalla donde se enfrentan dos enemigos irreconciliables, uno de los cuales debe pulverizar al otro.
Este estilo pugnaz se mantendrá durante un tiempo indefinido. Los acuerdos serán imposibles de alcanzar, al menos en materias importantes. A la oposición no le queda otro camino que consolidarse como alternativa de poder, con autonomía total. Los gestos conciliadores que provengan de su patio serán rechazados porque los sargentos carecen del brillo, autoridad y prestigio para dialogar con la oposición, sin desdibujarse.
Los hierros de los sargentos tendrán que ser enfrentados con mayor organización popular y más presencia en los lugares donde la gente lucha por sobrevivir a la hostilidad e incompetencia del régimen.
@tmarquezc