Del mismo modo como Chávez representa el único factor capaz de contener el conflicto social, nadie sino él estaría en capacidad de sofocar un eventual atolladero dentro de los cuarteles. El Vicepresidente y la alta oficialidad castrense saben que estarían en aprietos. El dilema que enfrentan es tremendo: no existen escenarios sin riesgos. Si se adoptan las urgentes medidas que la economía exige, se incrementarían las presiones que, igual estarán presentes si éstas se siguen retrasando.
Por donde quiera que se le vea, la coyuntura venezolana parece cada día más borrascosa. La sensación de parálisis es creciente, aunque en la calle reine un silencio semejante a la aquiescencia. Maduro confía en que ese mutismo sea, en efecto, una señal de aceptación mayoritaria de su gestión como heredero -tal como ya lo asoman las encuestas- y no el indicio de una grave sacudida. Sobre sus hombros pesa una enorme responsabilidad: durante años, Chávez pudo bregar con toda clase de dificultades, pero es imposible asegurar que un sucesor desangelado y de escasos quilates esté en condiciones de hacerlo: el “heredero” está a prueba y nadie sabe si algún día alcanzará las insignias propias de un genuino comandante revolucionario. Si no logra esa categoría, no pasará de ser un “simple” presidente…
Entretanto, el país se mantendrá flotando en esta atmósfera de incertidumbre que, poco a poco, va encaminándolo hacia la más indeseable estación: la del vacío de poder, temible tanto para la dirigencia del oficialismo como para la de la oposición. Todo el mundo sabe lo que ocurre cuando los liderazgos civiles se vuelven incompetentes y cuando la política naufraga en sus intentos. Todo el mundo sabe también que las Fuerzas Armadas son siempre una caja de Pandora, en la cual es majestad el arte del disimulo y la hipocresía. Sería una ingenuidad asegurar que la FANB es la mejor cantera del “hombre nuevo” revolucionario: la verdad es que, en momentos como éste, nadie puede dormir en paz: ni dentro, ni fuera del campo bolivariano.
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