La democracia venezolana llegó a su final. Seguimos sin Presidente en ejercicio y con un gobierno de facto. Actúa al margen y en contra de la Constitución y del ordenamiento jurídico. El desastre está a la vista. El país ha venido caminando hacia una especie de resignación pesimista. El ciudadano común se siente desamparado, sólo, expuesto a males terribles que lo impulsan a cerrarse sobre si mismo en defensa de su vida y la de su familia, de su empresa, de su trabajo y de una relativa normalidad que podría alterarse si manifiesta abiertamente el rechazo a lo existente. Está sometido a los arbitrarios caprichos ideologizados de una élite gobernante que exhibe retadoramente como ejemplo y guía, el comunismo a la cubana
del castro-chavismo. Sin embargo, esa tendencia hacia la resignación está siendo afectada por la rabia, por la indignación y por la impotencia frente a los males que arrasan con la esperanza de las mayorías de un mañana mejor. Cuando estos factores llegan a superar el miedo a la represión y a la violencia, se producen cambios profundos en las actitudes básicas.
La Habana es la capital real del país, sede de un alto gobierno sometido de manera humillante a la dominación comunista. La Soberanía está en peligro mortal. La gente lo siente. Este factor sumado a todo lo demás, a las consecuencias de la reciente devaluación fiscalista, de este atraco a mano armada contra el bolsillo de los venezolanos, para resolver problemas generados por la ineficacia y la corrupción del régimen, impulsan a la acción, a la resistencia activa para provocar el cambio que necesitamos todos.
La necesidad del cambio es compartida por la inmensa mayoría de compatriotas, incluidos importantes sectores y personalidades del chavismo que se niegan a ser comparsa de los payasos en ausencia del dueño del circo rojo. Se trata del principio del final. Podría ser producto de una confrontación terrible por una Venezuela verdaderamente soberana, libre y democrática. No la estamos provocando, pero tampoco la evitaremos. Están en juego tanto la dignidad de la nación como los principios y valores que nos trajeron a la lucha política. Se trata de la mejor herencia que queremos dejarle a nuestros hijos y nietos. Merecen crecer y vivir en un país mejor. Es posible lograrlo, pero hay que luchar.