“Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría”.
Simón Bolívar, 20 enero 1830.
Hugo Chávez tenía una concepción binaria del mundo. Era él quien veía el mundo dividido entre amigos y enemigos, entre chavistas y ‘pitiyanquis’, entre patriotas y traidores. En libros y ensayos reconocí su vocación social. Creo que la democracia latinoamericana no podrá consolidarse sin gobiernos que, junto al ejercicio de las libertades y el avance de la legalidad, busquen formas efectivas y pertinentes de apoyar a los pobres y marginados, a los que no han tenido voz y apenas voto. Pero una cosa es la vocación social y otra la forma que asume esa vocación. Obsesionado por una anacrónica admiración del modelo cubano (y por la ciega veneración de su caudillo eterno –Fidel Castro– a quien muchas veces llamó ‘padre’) Hugo Chávez desquició las instituciones públicas venezolanas, desvirtuó y corrompió a la compañía estatal PDVSA y protagonizó lo que quizá sea el mayor despilfarro de riqueza pública en toda la historia latinoamericana. Pero siendo tan graves sus errores económicos, palidecen frente a las llagas políticas y morales que infligió a su país. (Lea también: Un duro golpe para el ya debilitado ‘eje bolivariano’ / Miguel A. Bastenier).
Chávez no solo concentró el poder: confundió –o, mejor dicho, fundió– su biografía personal con la historia venezolana. Ninguna democracia prospera ahí donde un hombre supuestamente ‘necesario’, imprescindible, único y providencial, reclama para sí la propiedad privada de los recursos públicos, de las instituciones, del discurso, de la verdad. El pueblo que tolera o aplaude esa delegación absoluta de poder en una persona, abdica de su libertad y se condena a sí mismo a una adolescencia cívica, porque esa delegación supone la renuncia a la responsabilidad sobre el destino propio. (Lea también: Evita y Hugo, de aquí a la eternidad).
El daño mayor es la discordia dentro de la familia venezolana. Nada me entristeció más en mis visitas a Caracas (nada, ni siquiera la escalada del crimen o el visible deterioro de la ciudad) que el odio inducido desde el micrófono del poder contra el amplio sector de la población que disentía de ese poder. El odio de los discursos, de las pancartas, de los arrogantes voceros del régimen en programas de radio y televisión. El odio de las redes sociales plagadas de insultos, calumnias, teorías conspiratorias, descalificaciones, prejuicios. El odio del fanatismo ideológico y del rencor social. El odio cerrado a la razón e impermeable a la tolerancia. Ésa es la llaga histórica que deja el chavismo. ¿Cuánto tardará en sanar? ¿Sanará alguna vez? Es un milagro que Venezuela no haya desembocado en la violencia partidista. (Lea también: Nicolás Maduro, el delfín que es favorito en un mar de incertidumbre).
¿Qué ocurrirá ahora, tras su muerte? Es probable que el sentimiento de pesar, aunado a la gratitud que un amplio sector de la población siente por Chávez, faciliten el triunfo de un candidato chavista en unas eventuales elecciones. Pero todos los duelos tienen un fin. Y en ese momento todos los venezolanos, chavistas y no chavistas, deberán enfrentar la gravísima realidad económica. Los indicadores de alarma son del dominio público. El déficit fiscal, la inflación, y el desabastecimiento. Hay una aguda carestía de divisas. ¿Cómo explicar que un país que en la era de Chávez ha percibido más de 800.000 millones de dólares por ingresos petroleros presente cuentas tan alarmantes? Un presidente chavista deberá enfrentar esta realidad y encarar al público. El propio régimen podría persuadirse de la necesidad de un diálogo conciliatorio que ahora parece utópico. Y ahí podría abrirse una oportunidad para la oposición. Durante la agonía de Chávez, sin dejar de alzar la voz de protesta, la oposición mostró una notable prudencia que debe refrendar en estos días de duelo y crispación. Si la oposición –que ha esperado tanto– conserva la cohesión, podría avanzar en las siguientes elecciones y recuperar las posiciones que ha perdido. (Lea también: Hugo Chávez no dejaba indiferente a nadie).
Si bien nadie puede descartar los escenarios de violencia, no los preveo. Por el contrario: creo que con el fallecimiento del gran caudillo mesiánico Venezuela deberá encontrar, tarde o temprano, cauces de concordia: si en los tres lustros de Chávez la violencia verbal no se desbordó en violencia física, es razonable esperar que no estalle ahora. Y el cambio podría ser contagioso: Cuba, la ‘meca’ del redentorismo histórico, el único estado totalitario de América, podría reformarse también como Rusia y China lo hicieron en su momento. Toda la región podrá oscilar entonces entre extremos políticos no radicales: regímenes de izquierda socialdemócrata, y gobiernos de economía más abierta y liberal. Y para que el tránsito sea menos accidentado, Estados Unidos haría bien en dar señales de sensatez, levantando el embargo a Cuba y cerrando Guantánamo. (Lea también: ‘Seguiremos siendo una nación socialista’: Jorge Valero).
El siglo XIX latinoamericano fue el del caudillismo militarista. El siglo XX sufrió el redentorismo iluminado. Ambos siglos padecieron a los hombres ‘necesarios’. Tal vez en el siglo XXI despunte un amanecer distinto, plenamente democrático, donde no haya hombres ‘necesarios’, donde los únicos necesarios seamos los ciudadanos actuando libremente en el marco de las leyes y las instituciones. (Lea también: Retrocesos en la democracia y los derechos humanos / José M. Vivanco).
ENRIQUE KRAUZE
Escritor, ensayista, académico e historiador mexicano, director de la revista ‘Letras Libres’. Autor del libro sobre Hugo Chávez, ‘El poder y el delirio’ (2008).
Publicado en el diario El Tiempo (Bogotá)