Lo que vale un buen aliño

Lo que vale un buen aliño

Se suele decir que para que una ensalada sea perfecta han de intervenir cuatro personas en su elaboración: alguien prudente con la sal, alguien generoso con el aceite, alguien tacaño con el vinagre y un loco para removerlo todo. Y ya tenemos aquí el aliño básico: aceite, vinagre y sal.

Caius Apicius/EFE





Yo les recomendaría, en la mayoría de los casos, que el aceite sea virgen de oliva; el vinagre, de Jerez, y la sal, marina. Pero un buen aliño no tiene más límites que los derivados de no mezclar entre sí cosas que no sean compatibles. La imaginación, siempre junto al buen gusto, desempeña aquí un papel de la máxima importancia.

Va un mundo de una ensalada a la que se hace una faena de aliño, por usar términos taurinos, a otra en la que se cuida ese sazonamiento, ese aderezo. En una ensalada no son importante sólo los ingredientes: lo es, y mucho, el aliño, que debe hacerse con productos de alta calidad.

Es interesante la historia, que cuentan Brillat-Savarin y Dumas, del caballero francés al que solucionó la vida su habilidad para aderezar ensaladas. Se trataba de un emigrado en tiempos de la Revolución, exiliado en Londres. No andaba bien de dinero, pero se las arreglaba para hacer cada día una comida decente, de un solo pero elegido plato.

Un día estaba en una reputada taberna londinense cuando de la mesa vecina, a la que se sentaban varios jóvenes de buenas familias londinenses, se levantó uno de ellos que le dijo: “señor francés, se dice que vuestra nación sobresale en el arte de hacer ensaladas; ¿querría usted hacernos el favor de aderezar una para nosotros?”.

El francés dudó… pero aceptó. Pidió al tabernero los ingredientes que juzgó necesarios y tuvo la suerte de triunfar. Los ingleses, que se interesaron por él, supieron de su situación, e insistieron en que aceptase una remuneración: cinco libras esterlinas. El caballero galo acabó aceptándolas.

A los pocos días, recibió en su domicilio una carta en la cual uno de aquellos jóvenes le rogaba que acudiese a su casa a preparar una ensalada. El francés vio la posibilidad de que su arte aliñando ensaladas le sacase de penurias. Así que empezó a aliñar ensaladas a domicilio, por encargo, y se convirtió en lo que podemos llamar un “fashionable salad maker”, ya que sus ensaladas se pusieron de moda en Londres, tanto que hubo de ampliar el negocio y acabó por distribuir cajas que contenían elementos para el aliño, como diversos vinagres, con diferentes aromas; variados aceites, salsa de soya, trufas, anchoas, jugo de carne, yemas de huevo… en fin.

El hecho es que regresó a Francia con una curiosa fortuna. Y ahí queda, para la historia y el día a día, el más popular aliño de ensaladas del mundo, el llamado “french dressing”, hoy simplificado a una vinagreta con mostaza de Dijon.

Vinagreta… por decir algo, porque hoy abundan los aliños en los que el vinagre es sustituido por otro ácido, preferentemente el limón. Al fin y al cabo, una vinagreta no es más que la emulsión de un ácido en una grasa; la cuestión está en la calidad de ese ácido y de esa grasa, y en la sabiduría de la mezcla y los añadidos.

Cada cual puede inventarse su aliño propio. Les dejo el que el gran compositor Gioacchino Rossini dedicó a su amadísima Isabel Angelica Colbran, excelente soprano española, cuando (a la segunda) su ópera “El barbero de Sevilla” triunfó.

La receta está en “vero” en italiano. La paso a prosa castellana: “debes tomar aceite de oliva de Provenza, al que añadirás mostaza inglesa, unas gotas de vinagre francés, aceite (¿cosas del verso?), pimienta, lechuga y, con prudencia, jugo de limón; después deberás añadir una trufa cortada en láminas y mezclas y trabajar todo”.

Añade que es plato que mereció la bendición del cardenal, no especifica cuál.

Dos buenos ejemplos de aliñadores: Rossini y el caballero d’Albignac.EFE