El «senado de la Iglesia» se convirtió este viernes en una familia alegre durante la primera audiencia del Papa a los cardenales, un encuentro dominado por la simpatía y las bromas. Francisco llegó con su primera sotana blanca, de cuello demasiado ancho, con sus zapatos negros, la cruz de metal y una gafas de patillas demasiado cortas, que se tenía que colocar bien de vez en cuando. Era la imagen de la sencillez, publica abc.es.
Nada más comenzar a leer su breve discurso, dejó de lado los folios para informar con toda naturalidad a los purpurados que «el cardenal Mejía ha tenido un infarto ayer, y está ingresado en la clínica Pio XI. Nos envía saludos». Es el nonagenario cardenal Jorge Mario Mejía, paisano del Papa, ya que nació también Buenos Aires.
Francisco se centró enseguida en manifestar su «gran afecto y profunda gratitud a mi venerado predecesor Benedicto XVI», de quien destacó, quizá al margen del texto escrito, «su humildad y su mansedumbre».
Estaba claro que hablaba con el corazón, y habló largo de su predecesor, extendiéndose en los méritos de un Papa excepcional. Emocionado, paso a referirse espontáneamente a la fraternidad, «pues somos hermanos», y celebró la «amistad y cercanía que nos hace tanto bien».
Esto no significa que haya uniformidad. Al margen del texto preparado de antemano se extendió comentando que la diversidad es, sencillamente, natural: «algunos dicen que la Iglesia es una torre de Babel, pero no se trata de que haya uniformidad sino armonía. Un padre de la Iglesia escribió que el Espíritu Santo es armonía».
Volvió a hablar de Benedicto XVI, y de nuevo improviso: «No cedamos al pesimismo o a la amargura con que el diablo nos tienta».
Se había olvidado de los folios. Viendo a muchos cardenales octogenarios y a bastantes que ya no son jóvenes, el Papa Francisco afirmó que «la mitad de nosotros somos viejos, pero la vejez es la sede de la sabiduría. Por eso los ancianos Simeón y Ana supieron reconocer a Jesús». Y cito en alemán a un poeta para quien la vejez «es el tiempo de la tranquilidad y la oración».
Sus últimas palabras fueron sobre la esperanza de ver algún día «el rostro hermoso de Jesucristo resucitado» y una plegaria a «Maria, madre de la Iglesia, a quien confío mi ministerio». Ya ni se acordaba del texto escrito: lo que improvisaba era mejor que cualquier fórmula preparada de antemano.
Al comienzo del encuentro, el Papa Francisco había estado a punto de caer cuando bajó de la tarima para saludar al cardenal Decano. Al final, en el saludo individual a cada uno de los cardenales, uno o dos le comentaron entre bromas la anécdota, quizá para aconsejarle que tuviese cuidado. Reían a carcajadas.
El nuevo Papa se echó a andar para saludar al cardenal indio Ivan Dias, que caminaba con mucha dificultad. Le hizo la señal de la cruz en la frente y le besó el anillo. Francisco le abrazaba y le besaba, emocionado, como a un padre.
Tres o cuatro cardenales aprovecharon esos momentos para plantear algún problema, y el rostro del Papa cambiaba a serio, daba indicaciones o indicaba que se lo escribiesen para estudiarlo mejor.
La mayor parte de los saludos eran abrazos, intercambio de bromas, risas y carcajadas. Pero Francisco estaba también gobernando, y aprovechó para dar algunas indicaciones serias al responsable de los Obispos, Marc Ouellet. Estaba claro que no era un problema con el cardenal canadiense, sino un problema de otra persona, que el Papa quería solucionar.
Algunos cardenales africanos se acercaban con objetos de devoción –rosarios, cruces, estampas etc.- para que se los bendijera. El Papa abría las bolsas y, además de bendecirlos, los tocaba.
Lo más refrescante fue su reacción cuando el cardenal sudafricano Wilfrid Fox Napier le enseñó una pulsera de plástico de color amarillo limón. El Papa leyó el texto escrito, sonrió a Napier y se puso la pulsera. Se la quedó ya durante el resto del encuentro.
El cardenal sudafricano llevaba varias, y a la salida del encuentro, una periodista le pidió verlas. El dibujo es un pez, utilizado como símbolo de Jesucristo desde los primeros cristianos. El lema escrito es «Credo Dómine» («Creo, Señor»).
Es parte de la oración a Jesús del padre de un muchacho endemoniado. Lo cuenta Marcos en el capítulo 9. El texto completo es: «Creo, Señor; ayuda mi incredulidad». Es una petición de fe con sentido de urgencia. Quizá por eso se quedó la pulsera.