En 1978 me fui a Madrid a estudiar un año adicional del bachillerato y en un restaurante familiar de las afueras de la ciudad, donde servían unos gloriosos espárragos con mayonesa casera, de pronto hubo revuelo en los fogones y salimos a averiguar lo que pasaba. Las niñas de la cocina gritaban que habían elegido Papa al de Venezuela. Dudamos de que al cardenal Quintero lo hubiesen podido elevar al trono de Pedro. Vimos la TV y resultó veneciano el celebrado. Era Juan Pablo I, de quien luego un periodista diría que fue asesinado por la mafia del Banco Ambrosiano y la Logia P2, argumento útil para los cultores de la teoría de la conspiración: relato culebrero y absurdo porque supone que Juan Pablo II, el sucesor de Albino Luciani, tuvo una actitud condescendiente con estos pillos de incienso y mirra.
Wojtyla fue un Papa tremendamente carismático. Recuerdo cuando vino la primera vez a Caracas. En la UCAB, donde estudiaba, la mayoría de los alumnos se apuntó para un sorteo que decidiría quién asistiría al encuentro en el estadio Olímpico. El día del resultado de la tómbola fui al tercer piso para leer los nombres píos de los favorecidos y sorpresivamente encontré el mío aunque no me había inscrito. Unos amigos del Opus me incluyeron en la ilusa creencia de que contribuían con mi educación espiritual. No obstante fui pero no terminé de ver el acto porque unas adiposas insistían que les agarrara las manos y que nos moviéramos de un lado a otro como en Sábado Sensacional. La virtud de Juan Pablo II fue realmente como hombre de Estado y ayudó a echar a los impresentables comunistas del este de Europa.
Los que conocen del tema han señalado que Joseph Ratzinger es uno de los teólogos más importantes de la cristiandad. Cuando fue elegido escribí que lo que más resaltaba era su elegancia, sus capas de armiño, sus rojas zapatillas del romano Adriano Stefanelli. Dije que moneaba muy bien su calzado y un señor polaco me escribió para insultarme. No he cambiado de parecer y pienso que la Iglesia ha perdido un hombre bien trajeado, quizás hasta mejor que Julio II que para más señas le gustaba hacer la guerra y construyó San Pedro y la Sixtina. Por ello cuando escuché lo de la renuncia de Benedicto XVI, inmediatamente tomé partido porque eligieran al arzobispo de Viena para continuar con los buenos paños y darle un tono mozartiano al Vaticano. Esto en previsión de que se alojara algún seguidor de la teología de la liberación, con todo el entourage de cholas de cuero y guitarra eléctrica en la misa. Como no soy litúrgico, me invento mis preferencias.
Ha habido papas de toda clase: inmorales como Alejandro VI. Canallas como León XII. A su muerte en 1825 ocurrieron manifestaciones de júbilo y recuerda el escritor gallego Álvaro Cunqueiro que aparecieron estos versos en Roma: “Tres disgustos nos diste, oh Padre Santo, aceptar el papado, vivir tanto y morir en Carnavales para hacernos llorar. Pero si hubieras fallecido en Cuaresma, León que en vida tanto mal hiciste, algo bueno nos hubieras dado: el placer de gozar dos carnavales”.
La elección del jesuita Francisco I ha demostrado que existen argentinos humildes y que esa misma humildad y simpatía harán de él un gran pontífice porque ha dicho que quiere una iglesia para los necesitados desde el encuentro auténtico con el otro. Como Ratzinger donó sus zapatillas rojas a la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios para su museo de Granada, es bueno que remitan las capas de piel que poco hacen en este mundo de ecologistas rabiosos. Sólo porque Bergoglio pone de mal humor al peronismo, sugiero que en la misma maleta despachen como souvenir la inexpresiva y fría carta de felicitación de la Kirchner a don Jorge con su colección de errores ortográficos.
@kkrispin