Maduro, con menos del 2% de ventaja sobre el centrista Capriles, no puede reclamar honestamente un mandato popular para profundizar la “irreversible revolución socialista”. Venezuela necesita imperativamente un cambio de rumbo económico y de las reglas del juego político que su flamante presidente no podrá evitar sin arriesgarse a una violenta convulsión social, por más que anuncie a sus recién nombrados ministros un “nuevo ciclo de la revolución”.
El proyecto bolivariano es inviable sin su inventor. La mezcla de carisma, populismo a ultranza, despilfarro y represión con que Hugo Chávez construyó su modelo —en volandas de un petróleo que multiplicó por seis su precio en la pasada década y su absoluto control de las Fuerzas Armadas— no está al alcance de su desvaído heredero. Con la economía en ruinas, como las infraestructuras, la inflación disparada, dos devaluaciones en cuatro meses y escasez de productos básicos en los supermercados, el nuevo Gobierno venezolano afronta una crisis tentacular contra la cual la retórica, por encendida que sea, es un arma descargada.
Lejos de acentuar su autoritarismo y seguir parodiando a su pesar a su fallecido mentor, Maduro debería centrarse en soldar un país partido en dos mitades aparentemente irreconciliables y devolver la credibilidad y la neutralidad a las instituciones del Estado. Nada sería más conveniente para el presidente venezolano y los fieles que integran su Gabinete que iniciar su titánica tarea libres de toda sospecha de manipulación electoral.
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