La política no estuvo a tono con la trascendencia de la tragedia, y en lugar de llamar las cosas por su nombre y desmantelar la farsa, se prestó a jugar un juego que comprometió su autoridad moral, su credibilidad y el respeto que necesitaba para ganar adeptos que simbolizaran la lucha entre la verdad y la mentira.
Cuando se organizaron las Primarias, rechazamos la locura de celebrarlas convalidando los elementos que ya se sabían podridos, los precandidatos llegaron al colmo de pagarle al CNE para usar sus máquinas manipulables, su registro envenenado y su logística comprometida; se entramparon.
El 07 de octubre, fuimos testigos de un espectáculo deplorable, donde la pesadilla se consumó a través de la convalidación total de una larga historia fraudulenta, facilitando el blindaje del mito del comandante invencible. Luego vinieron las sentencias del TSJ, bombas atómicas lanzadas a la justicia que fueron acatadas por los políticos, deseosos de que nada se interpusiera en el camino electoral, que tanto han contribuido en sembrar.
Las elecciones nunca han debido permitirse y Capriles jamás ha debido aceptarlas, sabiendo de antemano que eran una farsa, viciadas por tener un candidato oficial ilegítimo y un poder público parcializado. Los resultados estaban cantados, pretender otra cosa supera cualquier análisis.
Pero la mentira es tan obvia, que ya no puede ocultarse. Ahora Capriles deberá asumir su responsabilidad e idearse una estrategia que no sea seguir apelando a una institucionalidad inexistente. No le queda otra.
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