Desde hace un tiempo, cada vez que suena el teléfono siente un sustico. Oye el tono y le da frío. Tiene también una imagen que se repite: la ciudad llena de orejas. Orejas que flotan entre los semáforos, que se quedan colgadas de un cable, que se sientan en los marcos de las ventanas… Orejas suspendidas en el aire, navegando, queriendo escucharlo todo.
—Aló –repite–. ¿Quién es?
—Soy yo –dice una voz que no reconoce–. ¿Tú… eres tú?
La conversación tiene algo de careo ontológico. Es casi el principio de un debate sobre el ser y la nada.
—Sí. Yo soy –dice. Pero se exaspera–: ¿Quién habla?
—Te llamo por lo del otro día –la voz no contesta a su pregunta. Luego hace una pausa, áspera; un silencio que zumba–. Lo que me pediste que te consiguiera, ¿recuerdas?
Recuerda una conversación con Vicente. Vicente trabaja en el Banco Central desde hace años. No se ha ido porque está esperando que le toque su jubilación. Ya faltan pocos meses pero ha pasado años ejercitando la paciencia, poniendo a prueba el orgullo. Ha tenido que callarse muchas veces, ha tenido que vestirse de rojo y salir a marchar por los candidatos oficiales, ha aprendido a soportar el sobrepeso del Partido sobre la fragilidad de su vida personal.
“Me van a dar un documento”, le dijo la última vez que se vieron. “Me dicen que es algo serio, pruebas duras sobre estos tipos. Todos están metidos en guisos millonarios. Aquí no les dicen los enchufados sino los encochinados”. Eso le dijo. “Tú conoces periodistas. La idea es hacerles llegar eso para que reviente el escándalo, ¿estamos?”.
—Oye –dice al fin, después de carraspear dos veces y casi tentado a comenzar a hablar en cuti–. De pronto es mejor que nos veamos los dos, tú sabes, más en plan privado, cara a cara, tú me entiendes.
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?
Afirma J. W. Coetzee que el miedo es uno de los remedios más directos a la hora de suprimir las diferencias. Suele el temor ser muy eficiente. Su rentabilidad es apabullante. Puede incluso convertirse en rutina, dejar de lado su excitación inicial, su condición trémula, y transformarse en una serena forma de vida. Vivir asustados no necesariamente implica que la existencia sea una inquietud urgente. El miedo también puede convertirse en una costumbre. El miedo puede ser una tradición nacional.
En el pasado remoto, del que dicen habernos liberado, se pinchaban teléfonos. El poder espiaba y grababa sin pudor. En el pasado, los militares estaban en la calle y ejercían la autoridad. Disparaban primero y preguntaban después. Estaban entrenados para la guerra, no para la seguridad ciudadana. En el pasado, se denunciaban tribus judiciales y partidos que intentaban mantener el control político de las instituciones. En el pasado, sólo eran detenidos por corrupción los pendejos, los diminutos. Los corruptos de cuello blanco aparecían en televisión denunciando la corrupción. Todas éstas eran prácticas que, en aquellos años, José Vicente Rangel y otros periodistas hoy oficiales hubieran denunciado con valiente indignación. Ahora se callan porque están del lado del poder. No del lado de quienes padecen sino de quienes distribuyen el miedo.
Pero el temor ahora tiene dedicatoria. Es un plan bien pensado, organizado, con presupuesto y objetivos a corto y a largo plazo. El temor es una misión oficial, en la cual todos estamos identificados aunque nadie se haya inscrito. Cada vez que el Gobierno dice: “Yo sé quiénes no votaron por mí” practica la violencia y el abuso, ensucia las instituciones, y convierte el miedo en una forma de represión. Te inhibe. Te paraliza. Cambia tu vida cotidiana. Transforma cualquier malentendido en un susto.
—¿Vicente? –pregunta, ya desesperado, queriendo acabar con la llamada.
—¿Cuál Vicente? ¿No me reconoces? Soy Toño. Te conseguí por fin la parte del motor que le falta a tu lavadora. Eso sí: está en una tienda de La Yaguara y queda una sola. Si no la compras hoy vas a tener que mandarla a traer de Miami a dólar libre.