-Pasan cosas raras allí, me dice mientras enreda sus consonantes a lo oriental y deja salir una estridente risita que sacude mis tímpanos. –Figúrese que la otra vez mi tía Ambrosia iba para la misa de la mañana y cuando estaba por entrar se le apareció un limosnero y ella de inocente le entregó un billete. De ahí no supo más de ella hasta que se vio otra vez en la sala de la casa cerrando la cartera.
Al rato llegó Ernestina, la sobrina, preguntando “que y que para qué” había mandado a buscar los zarcillos de oro de la abuela Cleta. –Pero mujer, yo no me acuerdo. Sí, tía, usted me los mandó pedir.
Fueron a ver al cuarto y todo estaba tirado en el piso. El escaparate de caoba tenía las gavetas afuera. Medias de nylon, sostenes, los interiores del viejo Oliverio. Todo estaba regado por el suelo.
-Ay, santo Dios! Virgen del Valle. Qué pasó aquí. De repente a la tía Ambrosia le comenzaron unos dolores. Medicatura, exámenes, y después el diagnóstico: -A esta doñita le dieron burundanga. Ay, madrecita mía! Dijo Oliverio. –Y qué es eso, doctor.
No quedó nada de valor en casa. Hasta el pote de leche klim, donde guardaban las lochas y morocotas, estaba vacío.
Ciertamente, dijeron todos. –Eso le pasó a la tía Ambrosia por creer que a los limosneros hay que darles dinero para que no se mueran de hambre.
Esta última frase es posiblemente una de las sentencias de muerte que tiene atrapada a la sociedad venezolana en un limbo de una seudo moral, que hace imposible construir una sociedad de ciudadanos responsablemente aptos para asumir tareas de desarrollo integrales en nuestro país.
Recuerdo un escrito donde un estudiante de ingeniería de una universidad venezolana, planteaba, con datos estadísticos en mano, cuánto obtenía una persona que en un semáforo, se dedicaba a pedir limosna.
El cuento es que promediando el tiempo que un semáforo tarda en cambiar de luz roja a verde, se hacen 30 segundos e igual tiempo para volver a roja. Total, son 60 segundos. Por cada minuto que transcurre en rojo, el limosnero tiene 30 segundos para “pasar raqueta” a los automovilistas, percibiendo un mínimo de 1BsF. En 1 hora de “trabajo” el limosnero recauda 120BsF (60min.x2BsF). Esto, restando los domingos como descanso, da un aproximado de 24.000BsF al mes. Sin embargo, pensemos que el señor limosnero ha tenido contratiempos, como que se quedó dormido por la resaca del sábado por la noche, y que eso le lleva a recaudar la mitad, 12.000BsF. Pero si algún buen samaritano le da en esos segundos, mientras la luz está en rojo, 5BsF., ya podrá descansar debajo de una mata de mango por los 9 próximos cambios de luces.
Y lo mejor: no tiene jefe que le reclame, le amoneste con un memorando ni lo ponga a la orden de Recursos Humanos. El señor limosnero no ha tenido por qué ponerse a trabajar como Dios y las normas de toda sociedad normal del mundo exigen. No sabe de trabajar horas extras, ni tampoco esperar los famosos cestaticket para complementar el sueldo.
Pero lo mejor es lo que la realidad le dijo al joven que hizo el estudio. En una entrevista a una limosnera, cuando le preguntó cuánto recaudaba al día, como promedio, ella contestó que entre 40 a 45 mil bolívares fuertes, hacía en los días más “flojos”.
Quizá la tía Ambrosia ya no tenga por qué preocuparse más por los antisociales disfrazados de limosneros. Con estirar la mano y pedir, para ellos ahora es suficiente.
Cierto, esa es la palabra mágica a la que debemos atender: la flojera de una dirigencia política que le ha metido en la cabeza al resto de los venezolanos, haciéndoles creer falsamente que este es un país rico, donde no hay que hacer mucho esfuerzo para salir adelante. Mosca, pues. Sólo se sale adelante con estudio, con sacrificio, con constancia, y con el trabajo digno que hace de todo ser humano una garantía como el bien más preciado de toda sociedad: ser ciudadanos.
(*) camilodeasis@hotmail.com / @camilodeasis