Cuando el Congreso de los Estados Unidos examine la cuestión de autorizar o no la intervención militar en Siria, sus miembros deben tener presente una verdad fundamental: si bien el Presidente de Siria, Bashar Al Asad, ha recurrido repetidas veces a una violencia extrema para conservar el poder, los Estados Unidos –y otros gobiernos de Oriente Medio y de Europa– comparten la responsabilidad de haber convertido a Siria en un campo de exterminio.
Dichos gobiernos, encabezados por los EE.UU., han procurado explícitamente el derrocamiento violento de Asad. Sin su participación, lo más probable es que el régimen de Asad habría seguido siendo represivo; con su participación, Siria se ha convertido en un lugar de muerte y destrucción en gran escala. Más de 100.000 personas han muerto y muchos de los tesoros culturales y arqueológicos del mundo han resultado destrozados.
La guerra civil de Siria ha tenido dos fases. La primera, a partir, más o menos, de enero de 2011 hasta marzo de 2012, fue en gran medida un asunto interno. Cuando en enero de 2011 estalló la “primavera árabe” en Túnez y Egipto, estallaron también las protestas en Siria. Además de las reivindicaciones habituales bajo un régimen brutal, los sirios padecían una sequía generalizada y unos precios de los alimentos por las nubes.
Las protestas pasaron a ser una rebelión militar cuando parte del ejército sirio rompió con el régimen y creó el Ejército Libre Sirio. Probablemente la vecina Turquía fuera el primer país que apoyó la rebelión en el terreno, al ofrecer refugio a las fuerzas rebeldes a lo largo de su frontera con Siria. Aunque la violencia iba en aumento, el número de víctimas mortales no había superado los millares y no llegaba a las decenas de millares.
La segunda fase comenzó cuando los EE.UU. contribuyeron a la organización de un gran grupo de países para respaldar la rebelión. En una reunión de ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Estambul el 1 de abril de 2012, los EE.UU. y otros países prometieron apoyo logístico y financiero activo para el Ejército Sirio Libre. Lo más importante fue que la entonces Secretaria de Estado, Hillary Clinton, declaró: “Creemos que Asad debe marcharse.”
Esa simple declaración, sin medio claro alguno para lograr el objetivo que anunciaba, ha contribuido mucho a intensificar la escalada militar y a aumentar el número de víctimas mortales en Siria, al tiempo que obligaba a los EE.UU. a defender repetidas veces su “crédito” frente a una línea en la arena que no debería haber trazado.
Entonces y ahora, los EE.UU. han afirmado hablar en pro del interés del pueblo sirio. Es muy dudoso. Los EE.UU. ven a Siria principalmente a través de la lente del Irán, al procurar deponer a Asad para privar a los dirigentes del Irán de un importante aliado en esa región, fronteriza con Israel. Así, pues, la forma mejor de entender la actuación encabezada por los EE.UU. en Siria es la de una guerra por procuración con el Irán, estrategia cínica que ha contribuido al aumento en gran escala de la violencia.
La iniciativa del Gobierno de los EE.UU. de pasar de ser un posible mediador y procurar resolver los problemas a respaldar activamente la insurrección siria fue, previsiblemente, un error terrible. Colocó en realidad a los EE.UU. en oposición a la iniciativa de paz de las Naciones Unidas, entonces encabezada por el ex Secretario General de las Naciones Unidas Kofi Annan, cuya actitud era la de pedir un cese el fuego seguido de una transición política negociada. Los EE.UU. obstaculizaron ese proceso al respaldar la rebelión militar e insistir en la salida inmediata de Asad.
Resulta difícil de entender esa metedura de pata. Aun cuando los EE.UU. pretendieran en última instancia obligar a Asad a abandonar su cargo, su torpe actuación endureció la resistencia de Asad, además de la de sus dos aliados en el Consejo de Seguridad de las NN.UU.: Rusia y China. Aparte de procurar defender sus propios intereses en esa región, los dos países rechazaron, comprensiblemente, la idea de un cambio de régimen en Siria dirigido por los EE.UU. Rusia sostuvo que la insistencia de los Estados Unidos en la salida inmediata de Asad era un impedimento para la paz y en eso tenía razón.
De hecho, Rusia estaba desempeñando un encomiable papel constructivo en aquel momento, si bien con la premisa de que Asad permaneciera en el poder durante al menos un período de transición, ya que no indefinidamente. Rusia aspiraba a un planteamiento pragmático que protegiera sus intereses comerciales en Siria y su base naval en el puerto de Tartus, al tiempo que pusiese fin al derramamiento de sangre. Los rusos respaldaron claramente la iniciativa de paz de Annan. Sin embargo, como los EE.UU. y otros financiaron a los rebeldes, Rusia (y el Irán) suministraron más armas –y más avanzadas– al régimen.
Ahora, con la utilización de armas químicas, probablemente por parte del Gobierno de Siria (y posiblemente por ambos bandos), los EE.UU. han encarecido la apuesta. Al esquivar una vez más a las NN.UU, los EE.UU. están declarando su intención de intervenir directamente bombardeando a Siria, aparentemente para disuadir de la utilización de las armas químicas en el futuro.
Los motivos de los EE.UU. no están del todo claros. Tal vez no haya en ello una lógica subyacente de la política exterior, sino sólo negligencia. Sin embargo, si hay algún tipo de lógica, por débil que sea, parece girar en torno al Irán e Israel, en lugar de Siria per se. Hay muchas dictaduras en el mundo que los EE.UU. no intentan derrocar. Al contrario, muchas de ellas son claramente aliadas estrechas de los Estados Unidos. Así, pues, ¿por qué siguen los EE.UU. respaldando una rebelión sanguinaria en una guerra civil que sigue intensificándose peligrosamente, ahora hasta el punto de caer en los ataques con armas químicas?
Dicho de forma sencilla, el gobierno del Presidente Barack Obama ha heredado la concepción conservadora del cambio de régimen en Oriente Medio. La idea primordial es la de que los EE.UU. y sus estrechos aliados sean quienes elijan a quienes gobiernen en esa región. Asad no debe marcharse porque sea autoritario, sino porque está aliado con el Irán, lo que, desde la perspectiva de los EE.UU, Israel, Turquía y varios países del Golfo, lo convierte en una amenaza regional.
En realidad, probablemente los EE.UU. se hayan dejado seducir para favorecer los estrechos intereses de esos países, ya se trate de la nada convincente concepción de su seguridad por parte de Israel o la oposición de los países suníes al Irán chií, pero, a largo plazo, la política exterior de los EE.UU., divorciada del derecho internacional, no puede producir otra cosa que más guerra.
Los EE.UU. deben cambiar de rumbo. Es mucho más probable que un ataque directo de este país a Siria sin el respaldo de las NN.UU. inflame la región, en lugar de resolver la crisis existente en ella, cosa que ha entendido bien el Reino Unido, donde el Parlamento desafió al Gobierno rechazando la participación británica en un ataque militar.
En cambio, los EE.UU. deben presentar pruebas de los ataques con armas químicas a las NN.UU., pedir al Consejo de Seguridad que condene a los perpetradores y remitir esas violaciones a la Corte Penal Internacional. Además, el gobierno de Obama debe intentar colaborar con Rusia y China para imponer la aplicación de la Convención sobre las Armas Químicas. Si los EE.UU. fracasan al respecto, al actuar diplomática y transparentemente (sin un ataque unilateral), Rusia y China se encontrarían mundialmente aisladas respecto de esa cuestión importante.
De forma más amplia, los EE.UU. deben dejar de utilizar a países como Siria como medios indirectos contra el Irán. La retirada del apoyo financiero y logístico de los EE.UU. a la rebelión y un llamamiento para que otros hagan lo propio no serviría para abordar el autoritarismo de Siria ni para resolver los problemas de los Estados Unidos con el Irán, pero detendría o reduciría en gran medida las matanzas en gran escala y la destrucción en la propia Siria.
También permitiría que se reanudara el proceso de paz en las NN.UU., esa vez con los EE.UU. y Rusia colaborando para limitar la violencia, mantener a raya a Al Qaeda (un interés común) y buscar una solución pragmática a largo plazo para las profundas divisiones internas de Siria. Y se podría reactivar la búsqueda de un modus vivendi con el Irán, donde un nuevo Presidente indica un cambio de rumbo en política exterior.
Ya es hora de que los EE.UU. contribuyan a detener las matanzas en Siria, lo que significa abandonar la falsa ilusión de que pueden o deben determinar quién gobierna en Oriente Medio.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Jeffrey D. Sachs es profesor en la Universidad de Columbia, EEUU