Fue un tiempo maravilloso en el Chile de Salvador Allende, donde descubrimos la solidaridad de un pueblo acogedor. La ocurrencia de guerras y grandes conflictos sociales deja memorias indelebles, intactas al paso de los años.
Universidad de Concepción, Chile, la mañana del 11 de septiembre de 1973. Un día de clases en apariencia normal en medio de una tensa calma que agobiaba al país, pendiente de una creciente polarización de la sociedad, los actores políticos y las fuerzas militares. Recuerdo con exactitud la última ecuación que escribió nuestro instructor de física en el pizarrón de un salón de clases que aún existe y desde el cual se vislumbraba el monumento de la plaza central de la universidad. Cuando comenzábamos a tocar el tema de la invariancia relativista de las ecuaciones de Maxwell el tiempo se congeló ante la vista del tope de los cascos de los militares que habían penetrado al recinto universitario. La frase se formó con toda claridad en mi mente: “Esto es un golpe de Estado” El día del 11 de septiembre no terminaría sino hasta casi un mes después, cuando la pequeña familia Mujica-Huerta compuesta por mí, mi esposa y mi hijo salimos al filo de la madrugada en un vuelo de la FAV enviado por el gobierno de Caldera para trasladar a los venezolanos que estábamos refugiados en la embajada en Santiago. La frase que acompañó el escupitajo de un soldado arrojado a nuestro paso “Lárguense comunistas culiaos” fue el epílogo de lo que por lo demás fue un tiempo maravilloso en el Chile de Salvador Allende, donde descubrimos la solidaridad de un pueblo cercano y acogedor que vivía una aventura política y social que terminó en tragedia. Fueron también los tiempos de descubrir mi vocación por la ciencia, una deuda que tengo con mi Alma Mater chilena.
En el tiempo suspendido de ese mes fuimos testigos de muchas cosas terribles que hicieron palidecer las humillaciones y maltratos que nos tocó vivir a manos de los carabineros y marinos que custodiaban la base naval de Talcahuano y la isla de la Quiriquina donde me mantuvieron prisionero por un par de semanas. Nuestra accidentada travesía desde Concepción hasta la embajada de Venezuela en Santiago terminó en una estación de gasolina cuya encargada nos permitió usar el teléfono para llamar al cónsul, que esperaba ansioso nuestra llegada en medio del toque de queda y con un taxista que extravió el rumbo en Santiago.
La primera presencia familiar a la salida del avión en Maiquetía fue la de mi hermano Pedro Juan, quien trabajaba para el diario Punto y que dentro de una semana cumplirá su primer aniversario de habernos dejado. La foto de Punto , con mi hermano cargando a su sobrino de tres meses y dos jóvenes padres de mirada agradecida y estupefacta, es uno de nuestros pequeños tesoros familiares.
A estas alturas debo una aclaratoria a mis lectores.
¿Por qué me atrevo a compartir estas memorias íntimas y familiares? La primera razón es porque quiero demostrar, más allá de toda duda, que conozco de primera mano la historia de los acontecimientos chilenos. La segunda, y mucho más importante, es que quiero reaccionar con indignación frente a la usurpación que pretende la oligarquía chavista de la figura de Salvador Allende y la distorsión de los hechos históricos que pretende atribuirle la tragedia chilena de manera exclusiva al fascismo. Que no quepa duda: las acciones del gobierno norteamericano, con la complicidad de los militares fascistoides chilenos, evidenciada en decenas de documentos desclasificados y en las propias memorias del entonces Secretario de Estado Henry Kissinger, son repudiables para cualquier hombre de izquierda y amante de la libertad, entre los cuales me cuento. Dicho esto, la responsabilidad por los acontecimientos anteriores al golpe, que debilitaron al gobierno de Allende, recae sobre sectores de la propia Unidad Popular, influenciados de manera determinante por Fidel Castro, que distorsionaron un crucial experimento sobre socialismo democrático. De la misma manera, culpa importante le corresponde a los sectores de la democracia cristiana que aceptaron el chantaje de la ultraderecha. De modo pues que la tragedia de Chile tiene muchos responsables y lo que hace el chavismo es simplificar para engañar.
Por último, quisiera pensar que en su tumba, tanto Allende como Neruda, y los otros muertos de Chile, sentirían vergüenza de ser los héroes de gente que dirige un gobierno profundamente corrupto y divorciado de los intereses de Venezuela. Muchas cosas se podrán decir de Allende, pero nunca que presidió un gobierno donde a su amparo creció una nueva oligarquía que engordó con los recursos del pueblo. Equivocados o no, aquellos eran revolucionarios de verdad.