Quizás debamos pensar que tenemos una idea equivocada de nosotros mismos. Nuestro imaginario cultivó por años la ilusión de que somos un pueblo guerrero, de que nuestra naturaleza anímica no tolera injusticias y no se resigna fácilmente. Siempre hemos creído y nos hemos jactado de ser frenteros y frontales. En todos los ámbitos, en cualquier bando político, de esa concepción épica de nuestra identidad no se salva nadie. ¿Qué somos los venezolanos? Hasta inventamos una palabra que pretende definir nuestro exceso corajudo: somos unos cuatriboleados. Desde Bolívar para acá, tenemos esféricas para exportar.
Pero, de pronto, comenzamos a dudar. Empezamos a sentir que todo eso es mentira. Que tal vez no somos tan así. Que quizás, incluso, somos de otra manera. Estos días están haciendo añicos nuestra imagen. El espejo cruje y se derrumba. La realidad nos dice que hay más complicidades que heroísmo, que hay más oportunismo que moral y luces, que del “Gloria al bravo pueblo” queda poco, que las mafias mandan más que la ley, que el billete seduce, soborna o domina la virtud y el honor, que la patria en el fondo puede ser tan sólo un gran negocio.
Toma al azar cualquier caso. Ahí está Globovisión, por ejemplo. ¿Alguien recuerda las promesas éticas de Zuloaga? ¿Dónde fueron sus predicamentos, su compromiso con la noticia, con la información, con la verdad? ¿Qué pasó con la convocatoria a la ciudadanía a pagar la deuda que le impuso el Gobierno al canal? Todo de pronto se evaporó. Por supuesto que Globovisión tenía errores, sesgos, programas pésimos… pero era el único espacio televisivo para la diversidad, para la crítica y la protesta. Eso fue lo que se vendió, lo que se le entregó al poder. La vocación totalitaria del Gobierno, la implementación de una nueva tiranía mediática, también tiene sus cómplices. El autoritarismo en Venezuela se legitima con dólares.
Otro ejemplo peculiar es el caso del teniente Andrade. Es insólito y vergonzoso cómo el Gobierno se ha empeñado en invisibilizarlo. Simplemente no existe. Como otra cantidad de escándalos de corrupción, Andrade no forma parte de lo real. De eso no se habla. Pero el Country Club, ese emblema de la godarria, de la exclusividad, de la supuesta riqueza moralmente genuina del país, hace exactamente lo mismo. Lo aceptaron y lo invisibilizan. Hay un punto donde la corrupción diluye las ideologías y ya no importa que el dólar negro sea en verdad un dólar rojo. Es ahí donde todas las palabras se vuelven cáscaras. Donde se caen los disfraces. Donde los revolucionarios y contrarrevolucionarios son socios. Compinches.
La quinta república se está convirtiendo en una gigantesca escuela de la complicidad y del saqueo. El Gobierno se dedica a convertir la burocracia en un altar cada vez más rimbombante y ridículo, mientras mantiene intactas las estructuras que permiten que el control de cambio sea una de las fuentes principales de riqueza del país. La corrupción mueve la economía. Después de década y media, no hay hombres nuevos sino nuevos ricos. El poder vive para ocultar sus ilícitos mientras los ciudadanos hacemos filas y chistes. Todos nos preguntamos dónde están los reales. Los maduristas de hoy son los escuálidos del mañana. Tal vez sólo esperamos que llegue alguien a prometernos freír sus cabezas en aceite. La cola sigue. Sólo cuatro rollos por persona.