Maduro ha hablado de un “gobierno de fuerza democrática”, una confesión de las pulsiones que lo tientan. Lo abruma la emergencia económica y social, al igual que las presiones de que es objeto por parte de las fracciones endógenas que, contradictoriamente, en lo que representa un dilema, forcejean para impedir que su consolidación lo convierta en el nuevo comandante de la revolución, y evitar, al mismo tiempo, que un desplome arrase con todo cuanto queda del “legado” del comandante. El cuadro completo recrea un gran desorden dentro del Gobierno; una leonera que coincide con el caos general de la calle.
“La sucesión” sabe que en cualquier momento la gente perderá la paciencia, pero desconoce cuándo y cómo se manifestaría el quiebre. Lo que está bien claro es que se ha venido configurando un cuadro de condiciones similares o peores al que existía en los años ’89 y ’92. Los descamisados no tienen motivaciones suficientes para mantenerle su respaldo al “proyecto”. El politburó necesita fabricarle al pueblo nuevas razones, pero carece de entidad, tiempo y recursos para pedirle “sangre, sudor y lágrimas”. A la nomenclatura solo le queda apostar a que el país no se desboque en los próximos dos meses, los que faltan para la celebración de las estratégicas elecciones municipales.
Para Maduro, cada día es un ensayo de sobrevivencia; una expedición extenuante en la que le toca encarar demasiados frentes a la vez: al del país y al de quienes, desde dentro del chavismo, lo mantienen amenazado y apuntado con las bayonetas. Su apresurado regreso a Venezuela, tras el infructuoso viaje a la China, desnudó la gravedad de la emergencia. La lucha contra la corrupción está desmigajando la unidad revolucionaria. Aunque hablen en tono desafiante, los “locos” andan sueltos y atemorizados, simulando ser un equipo atrincherado, muy distinto a la jauría de hienas en que transformaron a la revolución.
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