La nomenclatura confía en que Maduro podrá crecerse ante los ojos de la opinión pública por efecto de la campaña que procura convertirlo en una figura presentable y con capacidad para volver a seducir a los sectores populares. Sin embargo, se trata de una apuesta incierta: no solo por las visibles carencias personales del inquilino de Miraflores, sino porque la ruta escogida ahora para abordar las calamidades económicas, continuarán horadando la viabilidad del “chavismo sin Chávez” y, obviamente, la de quien hoy se sabe candidato a una salida anticipada del poder.
El oficialismo está hundido en un mar de contradicciones: la radicalización con la que Maduro trata de dotarse de autoridad para ganar tiempo -después de haberse ganado seis meses con el cuento del “diálogo pragmático”- contiene el germen de una ingobernabilidad superior a la que ya experimenta el país. Asimismo, ella será el origen de la profundización de todas las tribulaciones que han venido afectando el equilibrio anímico del errático sucesor del “comandante supremo”, blanco -según la denuncia oficialista- de una “guerra psicológica” que pretende causarle trastornos emocionales a los conductores del Gobierno y, también, a los propios venezolanos que, por cierto, y sin mediación de esa supuesta conflagración bélica, ven en Maduro una extraña conducta.
Al correr la arruga solo para prestigiar simbólicamente a Maduro, la administración sucesoral se ha decantado por la vía que más rápido la conduce hacia el fracaso. Tal vez por eso, nadie habla ya de tierras arrasadas, de mareas rojas ni de pulverizaciones cósmicas. Tal vez por eso “el heredero” se exime de hacer lo que Chávez siempre hizo: plebiscitar cada una de las mediciones electorales que tuvieron lugar en Venezuela durante los últimos tres lustros… Contra esa impronta lucha hoy la nomenclatura: nada menos que contra todo cuanto el comandante hizo para convertir cada proceso electoral -independientemente de su naturaleza- en un ritual con efectos legitimadores para sí mismo.