Nadie puede negar que en muchos casos las jerarquías regionales y locales reprodujeron al calco la liviandad de los jefazos caraqueños del “proceso”. La atmósfera decadente que arropa a toda la geografía nacional es la consecuencia de un desempeño contaminado por la indecencia y la arrogancia: una secuela del poder ejercido sin limitaciones y un inevitable producto de aquella “tierra arrasada” que comprendió la “toma total”, desplegada para extender, por cada rincón de Venezuela, el autoritarismo que busca esclavizarnos. Por eso, y por otras muchas razones, es un inmenso disparate creer que las elecciones municipales nada tienen qué ver con los desarrollos de la política nacional. Para el “comandante eterno” la conquista de las jurisdicciones locales era esencial en la consolidación de su proyecto y, en especial, para la construcción del Estado comunal, fase clave de la tiranía feudal que poco a poco se levanta ante nuestras narices.
La indiferencia mostrada por una amplia porción de la población negada a votar el 8-D, no guarda relación con este triste momento venezolano. Mucho menos con esa certeza amarga que despierta ya en un vasto fragmento de la opinión pública, donde no sólo se resiente del latrocinio gansteril al cual se ha sometido el erario público, sino también de la reducción de nuestras libertades. Casi un 50% de los ciudadanos piensa que el gobierno de Maduro es menos democrático que los anteriores: una convicción que ahora abarca a una muy gruesa fracción de la pobrecía estafada con el cuento de su empoderamiento. Abstenerse significa una rendición que no cabe, una imperdonable capitulación que sólo beneficia la continuidad de los depredadores. Todos ellos merecen un voto castigo: debemos comenzar a desalojarlos.
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