La reciente decisión de la Corte Suprema de Justicia argentina en el asunto de la inconstitucionalidad de su Ley de Medios, cuya mayoría vota a favor de declararla conforme a Derecho, es un severo retroceso en su ejemplar acatamiento de los estándares interamericanos de la democracia.
La cuestión, como lo reconoce el mismo Presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, tiene una grave importancia institucional. No se trata de un debate entre pulperos. El tema desborda, incluso, a la consideración de los artículos demandados por falencias constitucionales por parte del Grupo Clarín y defendidos acremente por el gobierno de Cristina Kirchner, ayer derrotada electoralmente y hoy consolada por la Justicia.
La mayoría judicial, no obstante, al decidir como lo hace parece haberse limitado a poner sobre la balanza al medio demandante -muy poderoso, es verdad- y al Estado, con vistas a determinar de qué lado se encuentra la “institucionalidad” que cabe defender. Y así pudo ser, pues obvian los jueces apuntar el asunto de fondo comprometido, a saber que el ejercicio de la libre expresión es la columna vertebral de la democracia. Pero no debe sorprender la decisión pro Status. Desde hace algún tiempo las nuevas coaliciones regionales que nacen o se reformulan oponiéndose ideológicamente al Sistema Interamericano -léase la Unasur o el mismo Mercosur- optan por desplazar el principio pro homine et libertatis sobre la cual se funda la cultura de derechos humanos posterior a la Segunda Gran Guerra del siglo XX.
La cuestión no es baladí. El tema no se reduce a mantenerle o no el poder al grupo editorial citado a la luz del alegado propósito de democratizar el acceso a los medios de comunicación social. Hay algo vertebral que probablemente vieron y no estimaron o que acaso no vieron o pasaron por alto los señores ministros de la Corte, en su mayoría. Se trata del argumento o confesión que les lleva a la mesa la Procuradora Gils Garbó, en defensa de la ley. Ella considera inadmisible que un actor social o político tenga prevalencia o capacidad para incidir en la opinión pública o sobre las políticas del Estado.
Es el mismo argumento que el presidente ecuatoriano Rafael Correa hace inscribir en el encabezamiento de la ley de medios aprobada recién por su Asamblea y que reza así: “los ecuatorianos… apoyaron masivamente la erradicación de la influencia del poder económico y del poder político sobre los medios de comunicación”. En otras palabras, todo empresario o todo político, si acaso se advierte desde el Estado que adquiere adhesión por la opinión mayoritaria, ha de ser silenciado, declarado muerto civil, por enemigo de la democracia.
Las leyes de medios aprobadas bajo el molde del Socialismo del Siglo XXI -la argentina no es la excepción a pesar de sus matizaciones- todas a una, dicho en términos coloquiales, comparten un criterio inaceptable para la Convención Americana de Derechos Humanos, por lo mismo “inconvencional”: Encabezan sus normas rindiéndole culto a la democracia; pero acto seguido, por considerar que es el Estado quien distribuye las libertades, como si fuesen un objeto y no atributo de la persona como derecho inmanente, toda actividad relacionada con los medios es declarada bien público o de interés público. De allí que quien pretenda ejercer tal actividad lo hace en calidad de prestador de un servicio público y el Estado, por ende, tiene autoridad para regular los contenidos, lo que dicen u opinan tales medios y sus comunicadores.
La apuesta de la Corte argentina por la constitucionalidad de la ley de medios es así una opción extraña a la filosofía jurídica y política sobre la cual se construye la doctrina sobre libertad de prensa en las Américas. Y acerca de la intervención del Estado en la administración del llamado “espectro radioeléctrico”, nadie discute que se trata de un bien escaso que ha de manejarse con equidad. Pero tal premisa, que confirma la Unión Internacional de Telecomunicaciones y tiene un carácter técnico, no autoriza al Estado para ir más allá. A la vez, la tecnología hoy permite la expansión creciente de las señales de los medios radioeléctricos, todavía más si usan vías físicas. Y eso no lo observa la Corte.
Hay espacio suficiente y tecnológicamente creciente para democratizar el acceso a los medios sin quitarle sus espacios a quienes ya los tienen; a menos que el propósito sea el ya indicado, es decir, bajarle el volumen y hasta silenciar a quienes hablan más alto que los príncipes del Estado. Y eso es lo que busca el comunismo del siglo XXI, la hegemonía comunicacional pública. Venezuela es el paradigma. Argentina pretende tomar ese camino, de manos de sus jueces.