El procedimiento es simple: cualquiera puede tomar uno o varios libros de la caseta a condición de dejar el mismo número a cambio. “Llévate un libro, deja un libro” es el leitmotiv de la iniciativa.
“La semana pasada recibimos 11 nuevos libros”, se congratula Kevin Sullivan, que montó su “pequeña biblioteca” en Bethesda, en el noroeste de Washington, el Día de la Madre de 2011. “Fue un regalo para mi esposa, que es una gran lectora”, explica.
Pone una treintena de libros por semana en su pequeña caja de madera sobre un poste rojo. En el tejado, una cita del escritor Oscar Wilde rinde homenaje a sus orígenes irlandeses: “El suspense es intenso, y espero que dure”.
La mitad son obras para niños, ya que Kevin y su esposa viven cerca de una escuela, de forma que padres o alumnos “pueden detenerse y tomar libros”.
El concepto no nació en una gran ciudad intelectual de la costa este de Estados Unidos, sino en pleno medio-oeste del país, en la pequeña localidad de Hudson, Wisconsin (norte) en 2009.
Todd Bol buscaba una forma de rendir homenaje a la generosidad de su madre, una profesora recientemente fallecida. Fue así que construyó la reproducción de una pequeña escuela de madera, roja y blanca, que rellenó con libros de sus padres, con una etiqueta que indicaba “Libros gratuitos”.
Poco a poco sus vecinos hicieron lo mismo. En la actualidad el proyecto se ha extendido hasta Ucrania o Pakistán. A finales de octubre, Bol envió 20 pequeñas bibliotecas a Acra, en Ghana, y de apoyo a la ONG en India “Going to school” que quiere construirlas para 3.500 escuelas.
“Esta pequeña biblioteca de 2009 habrá crecido hasta alcanzar 15.000 bibliotecas para 2014, en 55 países y 50 estados, a un ritmo de 700 a 1.000 nuevas cada mes”, explica a la AFP Bol, que también lanzó el sitio littlefreelibrary.org.
Un banco para charlar
A menudo construidas como si fueran un refugio para aves, las mini-bibliotecas también toman la forma de un reloj, de un robot e incluso de pequeños teatros, dependiendo de la imaginación de sus propietarios.
Para Philip Vahab, fue menos la lectura -“Mi esposa lee mucho más que yo”, dice- y más las ganas de “hablar con sus vecinos” lo que lo motivó a involucrarse con el proyecto.
“Es como una conversación por el edificio”, afirma. Sus vecinos le ayudaron además a financiar su biblioteca, una de las primeras en ver la luz en la capital de Estados Unidos en enero de 2013. Justo al lado, Vahab ha situado un banco, en el que los transeúntes pueden leer o charlar.
Se congratula de encontrar casi “un nuevo libro por día”, a menudo político. “Muchas personas trabajan en política aquí”, dice este ortodoncista de 38 años, cuyo empleo está cerca de la Casa Blanca. También recibió durante un tiempo varios libros sobre feminismo, entregados por una vecina militante.
John Ford, por su parte, colgó tijeras en su pequeña biblioteca de Winslow, Arizona (suroeste), que sirven para cortar las hierbas aromáticas que hace crecer justo debajo. Con ellas perfuma las recetas de sus libros, principalmente de cocina.
Para los niños que cuida, Erin Astarr, una joven australiana ‘au pair’ de 19 años toma algunos libros de la casa de Linda Greensfelder, cerca del zoo de Washington. “Es una buena ocasión de congregar a la comunidad, de compartir y de instruirse”, estima.
Elinor Kotchen, que lleva aúpa a su bebé de cuatro meses, encontró un libro para su otro hijo, y se compromete a devolverlo cuando vuelva a pasar por la calle.
La responsable de las bibliotecas públicas del distrito federal, Ginnie Cooper, dice estar “encantada” del proyecto, puesto que los barrios crean así una zona “de lectores”.
La iniciativa no deja de recordar al “bookcrossing”, nacido también en Estados Unidos en 2001 y extendido a otros países.
El principio consiste en dejar un libro en un lugar público, un banco, por ejemplo, para que alguien lo lea a su vez y lo vuelva a dejar en otro lado, a condición de registrar el préstamo en un sitio especializado de manera de poder rastrear la obra.
AFP