Comenzando por la violencia del lenguaje o la agresiva perorata. Las palabras del poder se han transmutado en palabras de violencia, y ya llevamos casi 15 años de ello. Las consecuencias han sido devastadoras para la brújula ética de los venezolanos, como suele recordar Adrián Liberman, y si desde el gran pulpito del Estado lo que se comunica es amenaza, vituperio, venganza, escarnio, discriminación o desprecio, entonces sus efectos sicosociales no son difíciles de discernir.
Por algo el número de homicidios anuales en Venezuela se ha multiplicado de 4.500 a más de 20.000 en los años de la hegemonía roja. La violencia del lenguaje siempre se torna en violencia física. Son dos facetas de un mismo fenómeno: legitimar la violencia, hacerla corriente, “normalizarla”, incluso consagrarla. Si el fascismo y el comunismo son especialmente eficaces al respecto, también lo debe ser la amalgama que se padece en el país, aunque todavía muchos no se hayan dado cuenta del padecimiento.
Y de la violencia retórica a la violencia en el proceder gubernativo no hay sino un paso teórico, porque en la práctica también son lo mismo. Los asaltos a la propiedad –con el disfraz que ostenten, o la mandonería, la imposición y el supremacismo como conductas oficiales, son expresiones de pura y crasa violencia. Y estas emanan a borbotones de Miraflores, o de la Asamblea Nacional, o de los tribunales, o de los cuarteles, o de prácticamente cualquier instancia de poder asociada a la llamada “revolución”.
Así tenemos que la Habilitante es producto de la violencia a la normativa parlamentaria, al igual que el avasallante ventajismo comicial es evidencia de la violencia a las regulaciones electorales, o que los saqueos controlados y el indignante racionamiento son también demostraciones de la violencia a los derechos económicos más elementales de la población, o que las continuadas agresiones a comunicadores sociales son manifestaciones de una continuada practica de la violencia.
Y no podría ser de otra manera en el reino del despotismo habilidoso, porque precisamente éste ha desplegado sus mecanismos de dominio político, económico, social y comunicacional, en violenta contravía al sistema constitucional formalmente vigente. Sus orígenes están en la violencia y sus ejecutorias también. Y debe afirmarse, en ese sentido, que siendo la violencia su hábitat natural, el despotismo imperante no sólo no se concibe sin ella, sino que la necesita para sobrevivir y continuar en el poder.
Nada de lo dicho en estas líneas comenzó con Nicolás Maduro. De hecho, su arribo a la sucesión es una expresión adicional de la violencia a las instituciones formales. Pero esas violencias características de la hegemonía roja se han catalizado en tiempos recientes. Maduro las ha catalizado. Acaso sea como un medio de defensa ante sus oponentes internos. Acaso sea como un medio de ataque para aumentar los controles sobre el estado y la nación. Lo cierto es que la violencia es el sello notorio del sucesor.