Con insolente negligencia, el “humanismo socialista” ha entregado la vida de los ciudadanos a bandas sanguinarias que, junto a los líderes del “proceso”, cogobiernan al país, imponiendo su ley: la ley del más fuerte, la de las armas y el arrebato; la ley que se aplica desde el descaro del malandraje empoderado. En esta “Venezuela chévere” mandan los malvivientes que, poco a poco, se convirtieron en un modelo a seguir para muchos jóvenes descarriados. Estamos secuestrados por tribus desprovistas de límites políticos o morales; por castas que exhiben sin rubor su poder y que se pavonean con sus colmenas de guardaespaldas y su lenguaje cernícalo, cuando no por matones motociclistas, “calzados” con hierros en el cinto y sed de sangre, dueños indiscutibles de la calle.
La agitación revolucionaria ha sido el telón de fondo de la descomposición general que padecemos. Con fines políticos se estimuló una lucha de clases extrema: esa violencia que transformó a los adversarios en “enemigos” abrió campo a la barbarie y a la crueldad. Las características de los delitos que a diario enlutan a los venezolanos son la secuela directa del empleo de esos modales rabiosos, con los cuales el poder cree haber encontrado la llave de San Simón para conectarse eficientemente con los más necesitados.
Quienes nos gobiernan están convencidos que los más pobres se conducen con esa exaltación vulgar que, probablemente, fue la misma empleada por los asesinos de Mónica y su esposo -y de otras muchas miles de víctimas- antes de arrebatarles la vida… Quienes nos gobiernan han alimentado un monstruo que les compite y ante el cual ahora lucen rebasados e insolventes.
La prepotencia del crimen en Venezuela no es diferente a la prepotencia del poder. Aquí los asesinos matan con frialdad y sin que les tiemble el pulso; ejercen su poder de fuego del mismo modo como otros gobiernan, aplastando “sin complejos” a los que se les resisten. Tampoco razonan ni temen a la justicia, porque se creen eternos y superiores en la inescrupulosidad. Son desalmados a quienes el gobierno trata con guantes de seda porque piensa que ellos no son victimarios, sino mártires de la pobreza engendrada por el “capitalismo salvaje”. Este el correlato venezolano de lo que la Arendt llamó “la banalidad del mal”.