La dramática situación en la que se encuentran los jóvenes los ha llevado a rebelarse frente al futuro miserable que les propone el régimen. Esa protesta justa y legítima que hoy libra la juventud, símbolo de la resistencia nacional, ha sido respondida con insultos, descalificaciones y una represión brutal por parte del tándem cubano-venezolano que domina desde La Habana y Miraflores. El Gobierno, en vez de escuchar las demandas de la juventud y propiciar el diálogo, sataniza a los estudiantes que rechazan sus políticas y denuncian su indiferencia frente a los delitos que se cometen cotidianamente contra ellos. Sus derechos han sido vulnerados sin que ninguna institución del Estado, la Fiscalía o la Defensoría del Pueblo, se preocupe por protegerlos de los atropellos y la brutalidad oficial. El régimen actúa de forma monolítica ante los manifestantes, pero es débil con la delincuencia organizada y las bandas de criminales que se agrupan en los llamados “colectivos”, en realidad pandillas de facinerosos que agreden a mansalva e impunemente a los grupos que protestan.
Los medios de comunicación públicos no informan de los graves hechos que ocurren y a los medios privados se les amenaza y coarta la posibilidad de revelar la gravedad y magnitud de las violaciones que los rojos cometen. El derecho a la información veraz y oportuna establecido en la Constitución ha sido ignorado por el régimen. A igual que en Cuba y en todos los demás países donde se implantó el comunismo, el régimen tiende un velo sobre los acontecimientos y construye una “verdad” oficial, que en realidad representa una falsificación de los hechos objetivos.
Frente a la protesta legítima y generalizada de una juventud a la que se le está triturando su porvenir, la respuesta oficialista ha consistido en incrementar la espiral represiva mediante el asesinato de manifestantes, la detención arbitraria de jóvenes y líderes opositores como Leopoldo López, y la persecución ilegal de personas honorables como Fernando Gerbasi, ex embajador venezolano en Brasil y Colombia.
La violencia ha sido el arma esgrimida por el oficialismo desde el 4 de febrero de 1992. De ella y de la exacerbación del resentimiento y el odio de clases, se ha nutrido durante más de veinte años. Hugo Chávez construyó sobre esa plataforma el sólido liderazgo mesiánico que tuvo. Al desaparecido comandante hay que reconocerle que así como era capaz de desatar la violencia desenfrenada, también podía administrarla y contenerla. Poseía una recia autoridad sobre las bandas armadas y los cuerpos de seguridad. Esto no es lo que ocurre con su sucesor, el débil Nicolás Maduro, quien trata de exhibir un poderío desmesurado y artificial, pero incapaz de llamar a capítulo a las facciones armadas por el oficialismo y a los órganos de seguridad del Estado. A Maduro sus enemigos internos le han hecho creer que dialogar y negociar con los factores que lo adversan, representa un signo de debilidad que no debe mostrar. Por este camino lo han metido en una espiral de violencia que ha puesto en serio riesgo la paz del país.
Los jóvenes venezolanos están reeditando, 46 años después, el Mayo Francés. Están viviendo su propia primavera, al igual que los estudiantes árabes a partir de 2010. La reconciliación nacional ahora pasa por los acuerdos con ese sector de la sociedad que ha acopiado suficiente energía y coraje para hablar en nombre de ese país descontento, negado a entregarse en manos de los bárbaros.
@trinomarquezc