A lo largo de casi un año de ejercicio, Maduro en tu torpeza, falta de escrúpulos y brutalidad ha ido dejando atrás las formalidades democráticas y acentuando los rasgos autoritarios. Cuando un presidente les imparte órdenes a jueces y magistrados está evidenciando su rostro autoritario. Y cuando estos juzgan, no conforme a la ley sino a las directrices impartidas ratifican la deriva autoritaria del régimen madurista. Al apreciar a Maduro en cadena de radio y televisión acusando sin fundamentos a personas u organizaciones políticas y luego cuando los entes del poder judicial materializan esas acusaciones mediante juicios, privativas de libertad o medidas cautelares, no se puede concluir otra cosa que se trata de un régimen autoritario. Prevalece la voluntad de quien ejerce el poder sin restricciones constitucionales.
Una de las características del autoritarismo en Venezuela es la virtual eliminación del parlamento como instrumento para el debate político. Mediante una maniobra electoral del CNE, una minoría electoral se convirtió en mayoría de facto. Esa mayoría artificial en la Asamblea Nacional, ahora dirigida por Diosdado Cabello, ha hecho de ese cuerpo una organización inútil, que no cumple ninguna de sus funciones constituciones, entre ellas la de ejercer control sobre el Poder Ejecutivo. Cabello ha hecho del parlamento una rama adicional del Poder Ejecutivo. Hasta el derecho de palabra se le niega a diputados opositores y se allana la inmunidad parlamentaria en juicios sumarios, que no dan derecho efectivo a la defensa. Algo simular puede decirse del Tribunal Supremo de Justicia o la Fiscalía General, entes transmutados en instrumentos para la persecución de la oposición política.
Pero no se trata de un autoritarismo cualquiera. Es un autoritarismo petrolero, que usa los recursos que proporciona este mineral para el sometimiento social y político de los ciudadanos. En ello ha residido su fortaleza. No es Maduro un dictador tradicional, aunque en algunos aspectos luzca como tal. Por tanto, no hace falta eliminar las elecciones ni proscribir los partidos políticos, porque el control de todos los poderes públicos aseguraría la continuidad del autócrata en el poder, mediante mecanismos comiciales en apariencia legítimos, pero profundamente desiguales. De allí procede la perdida de efectividad del voto como instrumento de cambio.
A partir del 12 de febrero de 2014 se abrió una nueva fase en la política venezolana que permite caracterizar sin atenuantes al gobierno de Maduro. Esa nueva fase se evidencia en la represión y la violación sistemática de los derechos humanos. Durante los años sesenta y setenta, en particular desde 1961, el PCV y luego el MIR, le declararon la guerra abierta al gobierno de Rómulo Betancourt e iniciaron la guerra revolucionaria en la ciudad y el campo, siguiendo el ejemplo de Castro en Cuba. Betancourt quien era un hombre de combate respondió con la fuerza y los cuerpos policiales reprimieron la insurrección. Luego, durante el primer gobierno de Caldera (1969-1973), el movimiento estudiantil de universidades y liceos fue duramente golpeado, con una contabilidad de treinta y dos (32) estudiantes muertos. Pero el saldo acumulado por Maduro en el mes y medio que corre desde el 12 de febrero no tiene comparación. Con una modalidad que no existía en Venezuela: la presencia de escuadrones armados, llamados eufemísticamente colectivos. A la acción represiva de la Guardia Nacional y Policía Nacional Bolivariana, se suma la de estas brigadas armadas que actúan sin límites legales y protegidas por el manto de la impunidad.
Con un balance de treinta y seis (36) personas fallecidas, más de mil quinientos detenidos (1.500) que luego al ser liberados quedan con libertad condicional e innumerable torturados, humillados y vejados, no hay manera de calificar a un régimen que comete estos actos atroces como una democracia. Agréguese a ello los juicios sumarios contra alcaldes, que electos por la voluntad del pueblo fueron destituidos y encarcelados por el TSJ, convertido en tribunal penal, en lo que constituye una aberración jurídica. Con ello se pretende sembrar dudas sobre el ejercicio del voto como expresión de la soberanía popular, ahora minimizada por medios legales.