En su catálogo también figuraba El oscuro objeto del deseo de Luis Buñuel, algo como el deseo cual elevación del suelo, una colina, un montón de tierra, pero que levanta las grandes y pequeñas cordilleras. “El sexo es la montaña que se escala con gusto”, concluía. El Mathieu de la cinta buñueleana se obsesiona con Conchita (una doméstica de doble casting), de manera absorbente, enfermiza y nos divierten sus tormentos porque no los vivimos. Solemos trepar un promontorio, con mucho esfuerzo una cordillera… Pero Jenaro se propuso escalar si no el Everest, al menos el Aconcagua de los desvelos.
— Tengo “el etiqueta” listo, mañana ya no seré el mismo.
— Muy malo, me parece.
— No sé si vuelva.
— Tú si fumas –comenté mirando el humo ya desvanecido al frente.
— Como una puta presa.
Un tarde Jenaro creyó ver a Ana Julia, su amor imposible de bachillerato. La vio tal cual era hace 30 años. Caminaba hacia él con pantalones apretados, estrecho strap, ombligo al aire, el rostro de una semidiosa. Se acercó anonadado y al paso vio que no era Ana Julia por supuesto, pero parecía una bohemia clonación. Ojos color miel, labios minúsculos. El cabello hasta la cintura, brillante, nariz recta y pecosa. Pasó la calle, se perdió entre la gente, pero…
— Quedó la pantaletica marcada como el reloj de un hipnotizador – me dijo, y movía el dedo como un péndulo y en la otra mano un cigarrillo.
Dos o tres días después, Jenaro contempla a quien creyó Ana Julia. Pasa cerca con una amiga, incluso el viento es generoso y le envía una hilacha de perfume. Los separa una vida y sin embargo la siente en sus brazos tan dérmicamente que debe abrir los ojos para saberlo una ilusión, digamos, de pura autosatisfacción.
Echa a andar, muy discreta y desentendidamente, tras las dos. Entra al “mall” por la puerta noreste, usa el acceso opuesto y la inercia lo lleva a encontrarla viniendo hacia él y le roza su cabellera… Ufff… la emancipación, una voz del futuro que lo invita a morir feliz.
Hizo un reconocimiento a distancia (ella y su amiga; helado y un refresco; vieron zapatos; se sentaron en un largo banco) y salió antes que ellas. Separadas con un besito frente al preescolar, la niña (que no es Ana Julia y se llama Virginia) cruza hacia arriba. Gira en la esquina frente a una redoma. Jenaro intenta acercarse pero un semáforo se atraviesa y la pierde.
Ahora cabe hablar de Ana Julia. La primera vez que Jenaro se enamoró fue de ella, como un loco o, mejor dicho, “como un bobo” (según él mismo). Tendría 13 años y ella casi quince. Eran “los tiempos”, una época milagrosa ajena a la tentación de Juancito El Caminador.
Vinieron a su mente Licelot, Domel, Vienma y “la monster”. Licelot, una especie de “amigo” pero mujer, que trepaba árboles y que lo defendía de cualquier buscapleitos. Domel, catire espelucado ligeramente sociópata, Vienma, su primer ejercicio de platonismo y la inefable Gladelys Rivas, a quien llamaban “la monster”. Recordó con especial cariño a Pedro Iturbe, alias “Pitconde”… vivaz, extrovertido, autoproclamado el “rey de la charanga”, su mejor amigo por aquellas sub-eras. Jenaro estaba destinado a no destacar, pero Pítconde cantaba salsa en clase, “completaba” frases del profesor:
PROFESOR: Cuando Colón descubrió América…
PÍTCONDE (EN VOZ BAJA): Y nos echó tremendo “vainón”… [risas ahogadas de la audiencia].
Y claro, ante todo Ana Julia lejana, propulsora de la moda del ombligo al aire. Un día la chica le pidió un cigarrillo, lejos del patio central, ocultos por un yagrumo. “Oye, no tengo”, advirtió. “Déjame ver”, mientras registraba sus ajustados bolsillos. Extrajo uno, muy doblado y lo fumaron entre ambos. Se enamoró. Le costaba dormir. En el liceo la buscaba pero ella lo eludía, aunque de vez en cuando… “señales”. Jenaro le decía a Pítconde: “…hubieras visto qué mirada” y Pít se limitaba a cantar canciones de salsa alusivas.
Las mañanas podían ser frías y brumosas en el liceo. Bajo el Yagrumo, con aliento a cigarrillo clandestino, tocaron sus labios y sintió delineado el suyo por la punta de una lengua. Nunca supo si para Ana Julia fue un desliz precoz. En cambio al amador… le produjo “una aventura” ilusoria y fascinante. El objeto, la cosa. La cucaracha que es Gregorio Samsa, hijo de Kafka. Nunca nos transformamos en insecto, por eso reímos de esta fatídica transformación.
Como todo joven inmaduro, había presumido del asunto con Gladelys Rivas (quien paradójicamente sí gustaba de él). Gladelys no era fea, pero tampoco bonita. No tenía ninguna fealdad en particular, sino una más bien genérica, diluida. Era muy seria, cara larga, rostro definitivamente avícola. Causaba en Jenaro cierta animadversión. Pero Gladelys fue la única persona que se lo dijo: “…Es que… Ana Julia tiene algo con otro…”
Jenaro no pudo asimilar esta noticia, y menos de la “monster”. La calificó de envidiosa y pronosticó un pronto desagravio de tales mentiras. Pero el desafío duró poco porque pronto encontró, oblicuamente, a Ana Julia con… el famoso “otro”. Fue estúpido, si se le mira ahora. Ella no le debía nada, simplemente era una adolescente casquivana… pero, cómo decirlo, en Jenaro operó de forma corrosiva.
PÍTCONDE: O sea, que le puedo caer ahora.
JENARO: Chamo ¿estás loco? Si haces eso no te hablo más.
PÍTCONDE: Vacilando, pana, vacilando.
Tampoco, es bueno decirlo, se hizo alcohólico por tal evento. Jenaro se debía a ese triste destino. Pero en la imaginería justificativa del adicto, al ver a Virginia fugazmente creó —en nanosegundos— una insólita casuística: “Si logro su amor (¡y vaya que quiero!) cerraré el círculo ‘Ana Julia’ y nacerá una nueva era… Mis pecados serán perdonados y me impondré y me sobrepondré…”
Yo diría, algo de tipo: “Si gano gano y si pierdo, me justifico”.
— Hay que darle un chance a la esperanza —me comentaba cuando, al menos yo ya no le daba ninguna.
Pero le quedaban uno o dos puntos inobjetables:
— Mi vida dejó de ser esa plaza mustia de aburrimiento para convertirse en un pueblo.
“Sí”, pensé yo, melancólico, no cínico- “Gomorra”.
Jenaro era exitoso en ciertos aspectos materiales y sensuales, pero como los logros se valoran de acuerdo con las ambiciones, él se definía “globalmente mediocre” y se lo reprochaba sin misericordia. Todo por Ana Julia, o por el episodio de Ana Julia. Su cerro El Ávila, para no decir Aconcagua.
— “Dios mío, será mi liberación, el indulto”–se dijo. Y a mí: “Lo de Virginia. Una misión ¿me entiendes?”
Luego, cambiando de tono:
— Hay un film, tontuelo y de segunda categoría… Let’s make love [conocido en español como Bésame estúpido, con Marilyn Monroe e Yves Montand].
Me explicó que la película, a grandes rasgos, trata de un hombre rico que finge ser un pobre aspirante a actor sólo por ganar el amor “desinteresado” de la dama. Él creía que las mujeres sólo lo buscaban por su dinero, así que desciende de nivel socioeconómico para probar la pureza del compromiso de la Monroe.
— Parece noble la causa –polemizaba él mismo— pero en el fondo es desleal, efectista. Este presumido heredero no merece a la mujer, aunque al final la gana por puro ejercicio de poder.
— Bueno —interrumpí— la conquista romántica es poder, he leído.
— Mucho más excelsa es La escuela de las mujeres de Moliere, donde la farsa de Arnolfo no puede engañar al corazón, aunque él cree que sí. Es una gran consideración sobre el poder…
— Y el amor.
— Claro… el gran hacendado fracasa en su experimento amatorio, pero el galán –un joven sin mayor brillo— la enamora de forma casi instantánea. El corazón y sus razones inaccesibles a la razón… La gran tesis del hombre obsesivo es: si no puedes de la primera forma ¿podrás de la segunda?
Según entendí, eso le permitiría superar el “síndrome de Mathieu” [el personaje de la cinta buñueleana] y penetrar a Ana Julia aunque fuese en otra. Para mí era más sencillo querer penetrar a la de ahora solamente, sin mayores alusiones al pasado, pero Jenaro —como obsesivo compulsivo alcohólico— se me hacía una piedra siempre en busca de un abismo hacia el cual rodar.
Pocas semanas después noté inquietantes cambios en su persona: la ropa más ajada, la tez que anunciaba un colapso. Extrañaba lo impecable de las primeras veces.
— Mira, esos son estudiantes de mi antiguo liceo.
Advirtió la evolución del uniforme, de un poliéster reñido con el trópico a un tejido sintético más ligero y elástico. El típico grupo: el payaso (un Pítconde cualquiera) burlándose de no se quién con “cara de cañón”; la niña segundona que ríe las bromas y es la mejor amiga de la bonita; la bonita (arquetipo Ana Julia) y el tímido observador oportunista (un Jenaro) que se queda rezagado haciéndose el interesante y luego se acerca con frases como: “Oigan ¿se han dado cuenta que…”
Jenaro se veía con ese uniforme caluroso, caminando esas calles furioso por el oprobio, desconcertado por la negativa de atender sus llamadas, entraba a su casa y la buscaba por teléfono, sin respuesta, a preguntarle a Pitconde, a Licelot. Como nadie le decía cosa alguna, excepto comentarios sin pertinencia, eligió desatar una especie de terrorismo vindicativo. A Gladelys, por venganza, comenzó a llamarla la “monster” delante de Domel y Licelot, de modo que al rato ya el mote rebotaba en el salón y a los tres días era oficial. Fue tan contundente que se hizo el posicionamiento de Gladelys Rivas en secundaria y en buena parte del resto de su vida.
La tortura de ese sobrenombre alcanzó buena parte de la adultez. Le causó una profunda inseguridad, la alienó socialmente y fue causante de muchas sesiones sicoanalíticas.
A Pítconde lo desprestigió ligeramente; vandalizó una que otra instalación del centro educativo. Su cenit ocurrió al empujar una nevera vieja, en el tope de una larga escalinata, hasta que se despedazó causando un estruendo que todavía se recuerda. (No hizo, por cierto, nada para desmentir rumores que apuntaban a Domel por esta tropelía).
Dejó un rastro de desaliento aplicado. Y eso se extendió y se transmutó en su vida, hacia acideces más pasivas pero no menos corrosivas. A Ana Julia no encontró cómo destruirla, por cierto y más bien, sentía que al final ella era, al decir de Valle-Inclán como el tiempo “la carcoma que trabaja por Satán”.
Eso me dijo, aquel día, en el banco del bulevar. Le temblaban las manos, había ocurrido algo inenarrable, aunque trataba de ponerlo en frases cortas, muchas incoherentes. Estaba enamorado y pensaba en el amor como su único (y último) salvavidas.
Transcurrieron dos meses. Como hombre solvente, Jenaro Aragón disponía de mucho tiempo. Según él, “los veintitantos años de servicio en la empresa” y un sincero deseo de retirarse progresivamente le permitían estar en casa más tiempo que en la oficina. Aunque era la disfuncionalidad del alcoholismo lo que había motivado a sus socios a alejarlo sutilmente de las operaciones claves de la compañía . También obligó a su familia nuclear a mudarse lejos, al occidente del país.
Salía al banco del bulevar con la esperanza de verla de nuevo. Deambuló hacia el preescolar, pero nada. Un miércoles, el menos esperado, el más gris, con el pelo más despeinado y cara de recién despierto, la encontró de frente. Venía con una amiga en amena charla. A la otra no la detalló. Se toparon. Murmuró ella: “holacómostá”, miró hacia abajo, siguió.
Jenaro apeló al poder de Montand. Contrató los servicios de un investigador privado, Ramiro G., que usaba para espiar a ciertos competidores. Era un método de “ética difusa”, pero le permitía obtener rápida y confiablemente datos estratégicos.
En pocos días Ramiro G. la tenía ubicada. Jenaro le pidió fotos, sólo para coleccionarlas. Y leyó su rutina: 6 am: transporte al liceo –no donde él estudió con Ana Julia, otro —, de vuelta entre 12:45 y 1:30 pm. Casi todos los días sube cuatro edificios más arriba a donde su amiga Paola, uno de cada tres ambas salen a visitar a Ketling, etcétera.
– ¿Quiere saber el nombre de los padres, de…?
– No, déjalos en el informe.
Las niñas iban siempre al Parque Amistad, en un codo de la calle hacia El Este, frondoso, engramado, lúdico.
Tenía una casita central, donde funcionaban diversas entidades sociales, asociaciones de vecinos y, sobre todo, un grupo similar a las niñas exploradoras formado por Virginia, Paola y Ketling, junto a siete adolescentes. Generalmente se alternaban la mamá de Virginia o la de Ketling para llevarlas.
El parque es un pequeño bosque, que guarece caminos, estructuras de piedra, bancos de madera, toldos y mucho césped. Provisto de información, Jenaro puso a andar un pequeño esquema: envió al señor Ramiro como el encargado de Relaciones Institucionales de una de las empresas, la menos usada. Lo atendió todo el Equipo Coordinador, ello es, Lucila, su mamá (le pareció importante que hubiese una adulta), Virginia, Paola y Maru.
“En nombre de la empresa Tribar c.a. les informo que hemos seleccionado a Las Aguilitas para un aporte corporativo. Todos los años hacemos esto con diversas instituciones y hemos recibido muy buenas referencias de ustedes. El aporte consiste en…” Y extendió un cheque sustancioso debidamente ensobrado. Los agradecimientos no se hicieron esperar.
Ella lo miraba con admiración e interés.
—Señor Jenaro –seguía Ramiro G., en una sesión posterior— la señorita Virginia Flores es la encargada de eventos: reuniones, verbenas, paseos. A ella le gustan, en particular, las excursiones a las Cuevas del Cacique. Se lo digo simplemente como dato.
Una semana después se apareció, “por casualidad”, en la sede del grupo y estaba Virginia con Paola. “Hola, soy Jenaro Aragón”.
VIRGINIA: ¡El señor Aragón! Gracias por el donativo.
JENARO: ¿Por qué no me cuentan un poco?
Se sentaron. Fue de corbata, como de paso. El chofer de la empresa esperaba afuera.
JENARO: Sólo quería ver cómo les iba. Me mudé hace poco por aquí [ya vivía allí desde hacía meses] y creo que me daré algunas vueltas por este bello parque.
VIRGINIA: ¡Claro que sí! Cuando quiera…
Y una tarde la encontró, realmente por casualidad cerca del parque. Estaba cansada de tanto organizar una fiesta, él elegantemente aceptó acompañarla al quiosco central. Se sentaron en un banco.
JENARO: Te pareces a una amiga mía.
VIRGINIA: ¿Sí?
Y conversaron largamente, al punto que la distancia temporal se fundió poco a poco. La llevó a su casa en su auto. Se rieron mucho, a decir verdad se burlaban de alguien que ciertamente lo merecía. La dejó al frente de su edificio, mimetizado en benefactor. Y entendió que esto tenía que ocurrir en la más pura espontaneidad, en un verdadero descubrir, como Montand no Clitandre, de la comedia moleriana.
Una muy extraña ecuación le hacía pensar que si tomaba a Virginia todo él renacería y derrotaría al demonio escapado de la botella. Dentro de sus ojos cerrados la distancia entre sus labios ya era nula. Los paseos parecían casuales, o quizá lo fueron. “Casuales”, digo, en su escenografía: la acompañaba de un extremo a otro de una caminería, bajo espesos bucares. Virginia parecía fascinarse con Jenaro, hombre elegante e ingenioso. Había, no obstante, una piedra en el zapato: un joven basquebolista que los espiaba desde lejos, un “enamorado solo” de Virginia.
— Es el gafo de Santiago. No hallo cómo quitármelo de encima.
Durante esa bella y extraña experiencia, Jenaro dejó efectivamente de beber, como quien hace una promesa religiosa. Se cruzaron correos electrónicos y regalos. Otra tarde en el parque solitario, rozaron sus labios, entrelazaron sus dedos. La extraña ecuación parecía arrojar buenos resultados. No obstante, Baco hizo la maquinación final y el niño merodeador no cesaba de chequearlos a lo lejos.
Jenaro atiende su celular.
VIRGINIA: Tengo que hablar contigo. Necesito contarte algo y no sé cómo.
JENARO: ¿Por qué no? A un amigo se le puede decir todo.
VIRGINIA: Pero tú… estás muy ocupado.
JENARO: Noooo… ¿Cuándo quieres vernos?
Se encuentran esa misma tarde. Se sientan en el fondo del parque, en el toldo de fiestas.
VIRGINIA: Lo nuestro debemos dejarlo hasta aquí…
JENARO: ¿Por qué?
VIRGINIA: Porque no quiero, ni por asomo, que mi mamá se entere. Sería un escándalo.
JENARO: No puede ser por eso, ¿qué te pasa, mi niña?
Virginia sucumbió, como aceptando que debía ser sincera… por fin.
VIRGINIA: Perdóname por haberte usado para darle celos a Santiago, el hombre de mi vida (sí, el que nos mira a la distancia), ¡es que me hizo sufrir tanto con… otra! [Lloriquea] y no encontré mejor forma de ponerle la cabeza como un volcán que viéndome contigo, con tu porte de hombre de mundo. Yo pensé que tú lo podías aguantar todo y que sabrías perdonar este pequeño abuso de mi parte. ¿De verdad me perdonas?
Virginia está avergonzada, porque su nobleza natural fue doblegada por la irracionalidad del querer (a otro). Jenaro está destruido (pero nada dice), como si envejeciese con exageración los años que había rejuvenecido. Se limita a mirar el vacío y asentir suavemente. Virginia recibe una llamada. “Hola mami ¡¿ay ya llegaste?! Estoy en el toldo del fondo, con el señor que nos hizo la donación.”
VIRGINIA: Genaro, no quería decírtelo todavía pero me voy a mudar fuera del país. Espero que sigamos siendo amigos… Allá viene mi mami. Lo siento ¿sabes?
JENARO: Ajá.
Entre ramas y flores fugaces, cual cuadro impresionista se acerca la silueta vibrante de la mamá de Virginia, que termina siendo Gladelys Rivas “la monster”, ciertamente favorecida por los años. Le da un beso a su hija y mira a Jenaro sin revelar si lo ha reconocido o no. Virginia se pone de pie y hace una reverencia de despedida. “Gracias por todo”. Los ojos negros de su madre se clavan por segundos en la cara devastada de Jenaro.
La “monster” toma a Virginia por un brazo y, con breves parpadeos de duda, se la lleva para siempre.
Original en http://ciberneticon.com/lolita/