Haber visto gobierno y oposición debatir, no en los desventajosos términos de los monólogos en cadena de Maduro ni en las abusivas condiciones de Diosdado en la AN, sino en condiciones más o menos aceptables, pese al grosero ventajismo de Maduro y Arreaza, permitió oír una opinión distinta a la oficial.
El país se trasnochó con gusto. La gente se sintió satisfecha con las cinco o seis horas de debate. Sin duda, se sintió vengada con el proteico parlamento de Ramos Allup frente a la indigencia verbal de Diosdado y con la parca pero contundente información de Barboza ante la falacia del “éxito” de Damírez.
El régimen perdió. No tiene chance cuando las condiciones de debate son más o menos parejas. Así era aún en los días del Galáctico, más de una periodista atrevida lo puso fuera de sí no debatiendo sino preguntando. Nunca han podido responder con acierto sobre sus falacias y fracasos.
Pero falta mucho para sacar ventaja de sentar al régimen a oír. Las señales enviadas por Maduro y su séquito en la víspera del “diálogo” sembraron incertidumbre. Fueron dirigidas a detonarlo. La convocatoria a elecciones en San Cristóbal y San Diego el día anterior y las ofensas de Maduro la tarde del jueves no tienen otra lectura. Tampoco la ola de detenciones iniciada en la misma noche, mientras transcurría el diálogo-paliza y se deslizaba el infame tweet de Diosdado.
La MUD entró débil y salió fortalecida, aunque no lo suficiente. La gente espera resultados concretos. El diálogo ha sido un paso hacia adelante, pero su éxito, como dijo Capriles, “está en manos del gobierno” que es quien tiene el poder de rectificar y acceder a las peticiones. En la oposición está no desperdiciar la oportunidad. La línea es: ni atorarse ni apendejearse