Y que, por lo pronto, no haya sido aceptada la Ley de Amnistía. Eso equivale, ni más ni menos, a que el régimen no está dispuesto a mover, ni una pulgada, en su intransigencia y su pretensión absurda de considerarse inocente, tanto de los hechos de abril de 2002, como de la sangrienta represión de ahora.
La lectura de esto no puede ser matizada con las esperanzas vanas de que el gobierno, poco a poco, va a cambiar. Sean serios, no estamos enfrentados a un debate clásico político entre adversarios, sino a un régimen, de corte totalitario, que no cree en la democracia sino en algo que ellos denominan el proceso revolucionario que no es otra cosa que la imposición del castrocomunismo en Venezuela.
Aquí no puede ni debe continuar la farsa del diálogo hasta tanto estén dadas las condiciones para el mismo, que necesariamente implican, como mínimo, la liberación de los presos políticos y la designación de una comisión de la verdad internacional, como la que hubo en El Salvador.
Si el gobierno pretende mantenerse en sus treces, la alternativa democrática debe intensificar las protestas pacíficas a todo lo largo y ancho del país y solo retornar a la mesa de diálogo cuando haya muestras claras y fehacientes de la disposición del régimen para iniciar los cambios que el país requiere para construir la reconciliación y la paz en Venezuela.