Mientras una vez por semana dialoga con la oposición, el gobierno venezolano continúa reprimiendo a aquellos opositores que se niegan a abandonar la calle. Curiosamente, la represión parece haberse intensificado desde el inicio de las conversaciones. El mensaje no podría ser más claro: el gobierno juega el juego, dialoga—tal vez así le guiñe el ojo al Vaticano y a The New York Times—pero al mismo tiempo fija las reglas de ese juego por medio de la fuerza. O sea, no marca la cancha con cal, lo hace con plomo.
De hecho, es en los días cercanos a cada encuentro semanal cuando el aparato legal y coercitivo del estado se despliega con mayor vehemencia, una doble estrategia hecha explícita esta semana. La misma noche de la tercera ronda del diálogo, un fallo del Tribunal Supremo de Justicia reinterpretaba el derecho a la manifestación pública, condicionándolo a la autorización de los alcaldes. Restringiendo ese derecho, el tribunal se reserva así la capacidad de legislar y al mismo tiempo suspender un componente constitucional esencial. Para ratificar esa normativa, al día siguiente un combinado de fuerzas militares y colectivos armados aterrizó en Mérida, con un despliegue tan excesivo que las imágenes eran propias de un ejército de ocupación, no de una fuerza anti-disturbios.
La simultaneidad de estos hechos con las reuniones tiene el valor simbólico de recordar quien manda, a los allí sentados, a los que están en sus casas y a los que están en la calle. Con esta iniciativa legal y represiva, Maduro parece haber recuperado protagonismo y exhibe mayor capacidad de administrar su propio horizonte temporal, importante frente a opositores tanto como a rivales internos. Pero más importante aún es el aparente control del relato que ha recuperado el gobierno, es decir, la narrativa que interpreta, comunica y re-crea el dialogo frente a la sociedad, con lo cual le da significado. Nótese que lo ha denominado “Conferencia de Paz”, que es un nombre adecuado porque persigue la paz—es decir, que se vacíen las calles—pero obvia la reconciliación, el otro componente habitual de estos procesos.
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Por: Héctor E. Schamis