Vas a la farmacia, haces tu cola con un papelito en la mano, esperas con paciencia, intercambias comentarios con los vecinos de fila, sientes que cada vez comparten menos chistes y más angustias. Por fin te toca el turno. Estás frente a una dependiente que ofrece poca paciencia en su media sonrisa. Lees el papel. Diovan de 160 mg. No hay, dice la empleada, aun antes de que llegues a pronunciar los miligramos. Mencionas un antibiótico y ella solo niega con la cabeza. Luego te mira como si la estuvieras haciendo perder su tiempo ¿Digoxina de 0,25? La mujer se asombra y te observa casi desconcertada. Como si fueras un extraterrestre. Sientes vergüenza y no sabes por qué. Ella solo masculla: eso no viene desde hace mucho. Cuando le preguntas por los genéricos, casi se ríe. Y añade una pregunta: ¿Algo más? Ves las dos palabras suspendidas en el aire. Son una broma amarga. ¿Algo más de qué? ¿O deberías preguntar qué hay y comprarlo, aunque no te haga falta, aunque no lo necesites? ¿Qué tiene? ¿Qué me puede ofrecer? Mi hija está enferma. No quiero llegar a casa con las manos vacías.
La crisis de la salud en el país no es nueva. Pero se ha incrementado de manera grosera durante los últimos años. El contraste entre los excesos de la renta petrolera y la precariedad de nuestro sistema de salud es criminal. Los errores en el manejo y la administración de la medicina pública no son solo un fracaso del Estado sino también una forma de delito. Según el periódico Últimas Noticias “entre enero y abril fallecieron 32 bebés en el hospital de Guanare”. La nota dice que el personal ha denunciado en varias oportunidades la falta de insumos médicos de todo tipo. “No había jabón para lavarse las manos”, dijeron una vez. La irresponsabilidad pública también produce masacres.
Ahora, a este desastre cotidiano, hay que sumarle la escasez farmacéutica. En su blog, en el portal Prodavinci, Roberto Mata ha realizado ya varias entregas, tan feroces como entrañables, de distintos testimonios sobre el horror y la impotencia de esa carrera desesperada, de ese intento por salvar a otro sin conseguir jamás el medicamento indicado. Perseguir farmacias es nuestra nueva tragedia.
El problema, por supuesto, es complejo y tiene muchas aristas. Forma parte de la gran crisis económica y política que vive el país. Los gremios denuncian varios problemas y trabas, recalcando que “la deuda que acumulan los laboratorios y la industria farmacéutica con sus proveedores en el exterior supera los 3 millardos de dólares”. Las respuestas oficiales, por lo general, son más simples que la realidad. La culpa siempre es de los otros, de los malos, de los capitalistas, de aquellos conspiradores sin corazón que practican todo el día la guerra económica. La especulación solo es una parte del problema. No es una definición que sustituye las pésimas políticas, la burocratización o la corrupción. La crisis de la salud en el país empieza en la negligencia del diagnóstico oficial.
Este gobierno se ha especializado en ofrecer respuestas comunicacionales a los problemas económicos y políticos. Su prioridad no es resolver los conflictos sino controlar su eco. Si existiera algún tipo de transparencia pública, de seguro sería muy revelador conocer el presupuesto que el oficialismo invierte en publicidad. El gasto estatal en imagen corporativa es cada vez más aberrante de cara a las dificultades y miserias del país. Mientras en un hospital público no hay gasas para limpiar una herida, la propaganda de TVES para promocionar el mundial de fútbol resulta estúpidamente frívola y narcisista. Impúdica.
El cinismo del poder también es un trastorno, una perturbación violenta que poco a poco ha ido perdiendo su propio orden, su control. Si Rafael Ramírez, vicepresidente para el área económica y ministro de Energía y Petróleo, asegura que las líneas áreas no se van sino que solo se desvían, que se están distrayendo con el mundial de fútbol, ¿qué nos queda? ¿Qué pueden esperar, entonces, todos los enfermos del país?
Publicado originalmente en Siete Días