Paseaba por el pequeño apartamento, en silencio, dejando que sus pasos recorrieran cada espacio como si estuviesen en una búsqueda que no hallaría destino ni premio. Su esposa estaba acostada. Ella lo conocía muy bien. Sin decirle nada le había regalado –más de 20 años de matrimonio habían tejido entre los dos hilos comunicantes que iban mucho más allá de las palabras- unos minutos a solas. Él los necesitaba, hoy su hijo le hacía mucha falta.
Pensó en el día, 19 años atrás, en el que su esposa le había dado en su bebé recién nacido el más hermoso regalo que cualquier hombre puede recibir. Recordó cómo había sentido, al tener por primera vez a su hijo entre sus brazos, que era por fin y sin lugar a dudas un ser completo. Pensó en las risas compartidas, en los llantos, en las pataletas y en las travesuras infantiles de su muchacho. Recordó sus afanes fallidos por enseñarle a jugar béisbol, desde chiquito, como un profesional, aunque a su muchacho le llamaran más la atención los libros y la escritura (los sueños de los padres, el tiempo se lo demostraría, no tienen por qué ser los mismos de los hijos) y las miles de veces en las que se había sentido orgulloso, aún sin expresarlo, de su hijo y de sus logros, grandes o pequeños. Por supuesto, no todo había sido color de rosa. Cualquiera que sea padre sabe que criar a otro ser humano es más veces una dura y escarpada prueba que un sendero sin sobresaltos, pero haciendo su balance se felicitaba así mismo: había sido, y trataría de seguir siendo, un buen padre y su hijo había crecido para hacerse un hombre sano y de bien.
Ahora pensaba en la última vez que había visto a su muchacho, en el último abrazo que le había dado antes de montarse en el avión y en su cara de sorpresa cuando, en un arrebato que siempre había sido poco común entre ellos, él le había dicho que lo amaba.
“Yo también a ti, papá” –así le había respondido su muchacho, que hoy no estaba con él.
Una lágrima bajó por su mejilla. La próxima vez que lo viera, se dejaría de tantas distantes pendejadas y le diría una y mil veces que lo amaba, como en aquella despedida.
Unas calles más allá, ese mismo día, otro padre está sentado en el escritorio de su hijo. Le rodean todas sus cosas: discos, extraños objetos de adolescente, afiches de bandas que jamás había escuchado nombrar y algunos libros de cálculo y de ingeniería que su muchacho usaba para estudiar. A diferencia del anterior, su hijo no estaba de viaje ni fuera del país, estaba preso. El joven siempre había sido apasionado y militante, de opiniones fuertes y claras, todo lo cual, aunque a él y a su madre les había dado algunos dolores de cabeza, les enorgullecía. No habían criado un pelele, sino a un ciudadano consciente y combativo.
Ya habían pasado dos semanas desde que se lo había llevado la policía tras participar en una manifestación contra el gobierno. Luego la fiscalía le había imputado mil absurdos (si alguien sabía de lo que era capaz o no su muchacho era él, su padre) y después, sin mucha elaboración ni luces, y sin prestar oídos a los sólidos argumentos de su defensa, un tribunal de estos sumisos que nos gastamos ahora le había dictado privativa de libertad. Ahora solo quedaba esperar.
Esa mañana lo había visitado en la cárcel. Los dos se habían mostrado fuertes y enteros, pues sabían que en situaciones como esa no hay espacio para debilidades. Ellos sabían que el miedo se nutre de ellas.
Al terminar la visita, su hijo lo había abrazado con fuerza. Aunque siempre vería en su hijo a ese pequeñito desgarbado y feliz que alguna vez fue, y que todo lo veía con ojos de asombro y de gozo, sus brazos y su espalda ya eran los de un hombre hecho y derecho.
“Este abrazo es lo único que puedo regalarte hoy, mi viejo” –le dijo.
“No necesito más, hijo mío, –le respondió- estoy orgulloso de ti”.
En otro lugar, mientras tanto, otro padre dejaba sus llaves sobre la mesa del comedor. Acababa de llegar del cementerio. Se había levantado apenas había salido el sol pues sabía que ese día sería complicado allí. Fue solo, llevando esas rosas de dos tonos que, él lo sabía, le encantaban a su hija. Su esposa no fue, seguía muy afectada y aún le costaba mucho lidiar con la verdad de la tragedia sufrida, pero él necesitaba sentir la ilusión de cercanía que le daba ir allí, donde reposaba su hija. Allí había estado a solas, hablando al vacío, unas dos horas. Era muy duro pensar y sentir que bajo ese rectángulo de tierra recién removida y aún sin lápida, estaba enterrado su sueño mejor, su alegría, su princesa.
Su mujer estaba sentada, cabizbaja y en silencio, en la cocina. El silencio era el nuevo e indeseado habitante de su hogar. Él se dirigió a ese cuarto que aún estaba tal y como su hija lo había dejado el día en que fue asesinada, y se acostó en la cama aún destendida. Ni él ni su mujer habían tenido fuerzas para arreglarla ni mucho menos para recoger las cosas de su muchacha, hoy definitivamente ausente. Una bala, cruelmente certera y a la cabeza, se las arrebató ese día en el que la joven, harta de apatías y de los abusos del poder, se había empeñado en tomar la calle por su país, por su futuro.
Abrazó la almohada. Buscaba en ella el olor siempre dulce y juguetón de su chiquita. No lo halló. No pensó, no dijo nada, no lloró. Ante un dolor tan inimaginable, no hay palabra o lágrima que tenga sentido. En un país en el que la vida no vale nada, y en el que pueden matarte solo por un celular o pensar distinto, nada tiene sentido.
Sus emociones volaban veloces de la rabia a la tristeza, de la desesperación a la incomprensión. Ya no habría “Día del Padre” para él. Hasta Dios le parecía distante, cruel y ajeno, pero salió del cuarto y murmuró una oración. Pidió por su hija, por su mujer, por Venezuela, por él y por todos los padres que en estos años de farsas y pesares habían sido condenados, como él, a esa pena despiadada que es la ausencia de los hijos.
@HimiobSantome