En España 1982, Hungría le ganó 10-1 a El Salvador. Los jugadores centroamericanos pasaron de héroes a villanos en su país. Al arquero Guevara Mora, de 17 años, intentaron matarlo. A otros futbolistas los echaron de sus clubes. El tiempo resignificó todo: ahora vuelven a ser reconocidos. Escribe Waldemar Iglesias para el diario Clarín de Argentina
A Luis Baltazar Ramírez Zapata le decían El Pelé. Era una de las figuras del seleccionado de El Salvador que había llegado al Mundial de España 1982. Eran tiempos de guerra civil en su país y el fútbol resultaba una suerte de ventana a través de la cual se podía mirar otra cosa que no fueran horrores. El, como la mayoría de sus compañeros, vivió las consecuencias en el ámbito propio -el del deporte- y padeció esas novedades que contaban muertes y daños multiplicados. A Europa, en aquella segunda participación en la máxima cita, todos ellos llegaron del peor de los modos: un viaje organizado y acordado a último momento que tuvo cinco escalas antes de llegar a destino; se entrenaban entre tiroteos y toques de queda; en nombre de llevar a más dirigentes, dos futbolistas se tuvieron que quedar (en la lista de buena fe presentaron 20 en vez de 22); las pelotas en las prácticas eran escasas; y el alojamiento -cuentan- no estaba a la altura del evento y de las circunstancias. Al margen de ese contexto hostil, los salvadoreños -quizá mal informados en tiempos en los que Internet era ciencia ficción- subestimaron a Hungría y salieron a jugar de igual a igual. “Los diez goles recibidos fueron el desenlace lapidario y previsible, sobre todo para esos dirigentes que se habían olvidado de los futbolistas, los mismos que habían logrado la imborrable clasificación”, cuenta -ante la consulta de Clarín– el periodista Gustavo Flores, de El Diario de Hoy, de El Salvador.
El debut del seleccionado centroamericano fue histórico y devastador: el 10-1 de Hungría constituyó -y constituye aún ahora, con Brasil 2014 en marcha- la máxima goleada en la historia de las Copas del Mundo. Sin embargo, aquel único gol de Ramírez Zapata es aún hoy el mayor motivo de orgullo en la vida futbolística de El Salvador. “Ese remate final fue todo”, dicen varios de los consultados en el documental Uno. La historia de un gol, dirigido por Gerardo Muyshondt y Carlos Moreno. Sucede que aquel festejo del honor fue el único en las dos presentaciones de El Salvador en el gran escenario. Fue -y es- la más linda cicatriz en la historia de La Selecta. Por eso, aunque poco o nada se cuenta de él en las televisiones y en los diarios del mundo, Ramírez Zapata sigue siendo El Pelé, el dueño de aquel grito que todavía se escucha.
En aquel equipo salvadoreño, curiosamente -o no tanto-, jugaba un crack al que compararon con Maradona. No se llamó Diego Armando. Al momento de su nacimiento, sus padres le ofrecieron una larga denominación en el registro civil: Jorge Alberto González Barillas. El tiempo y su juego repleto de audacias lo cambiaron. De nombre y de recorrido: lo llamaron Mágico y fue mágico. Por aquellos días de 1982, él se destacaba en el FAS y ya figuraba en los planes de algunos equipos de España (entre ellos, el Barcelona). Tras un puñado de firuletes inverosímiles en la Copa del Mundo, lo contrató el Cádiz. Luego, ya leyenda, de él se hicieron documentales y obras de teatro; se gastaron adjetivos en sus descripciones; lo rodearon de mitos y de rumores; lo instalaron como ídolo perpetuo, como personaje de culto. En ese camino, él se describió a sí mismo mejor que cualquiera: “Reconozco que no soy un santo, que me gusta la noche y que las ganas de juerga no me las quita ni mi madre. Sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que esté desaprovechando la oportunidad de mi vida. Lo sé, pero tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme”. Aquel 15 de junio, en el Nuevo Estadio de Elche, el Mágico González -cansado del largo viaje, fastidioso- no pudo divertirse. Sus compañeros, tampoco. Sin embargo, él, como todos, compartió el silencio de sepulcro en el vestuario de la derrota.
Enfrente no había un equipo estelar. Hungría no era, de ninguna manera, un representante de su vieja guardia de estrellas, con Ferenc Puskas como principal exponente. Nada de eso. Esa goleada fue un hito asombroso y sin continuidad. Hungría tuvo, en esa cita de España, su penúltima participación en una Copa del Mundo. Un año antes, en el verano del Hemisferio Sur, se había preparado para las Eliminatorias en Sudamérica. Y hasta se llevó una derrota para preocupar: 2-1 frente a Huracán, en el Palacio Ducó. Las preocupaciones las deshizo pronto en el Viejo Continente: ganó el Grupo 4 (por encima de Inglaterra) y se clasificó al Mundial.
El debut húngaro incluyó otro récord: Laszlo Kiss -ingresado a los 11 minutos del segundo tiempo- convirtió tres goles en ocho minutos. Los otros siete fueron obra de Tibor Nyilasi (dos), Laszlo Fazekas (dos), Gabor Poloskei, Jozsef Toth y Lazar Szentes. Pero el paraíso duró sólo ese largo suspiro de noventa minutos. Tres días más tarde, en Alicante, Argentina venció al equipo de la goleada por 4-1, con una actuación de Maradona a lo Maradona. El tercer partido, frente a Bélgica, fue también la eliminación: el gol de Alex Czerniatynski, faltando un cuarto de hora, fue el del 1-1 y el del adiós a la Copa del Mundo.
Mientras tanto, en los dos partidos siguientes de aquel grupo 3, El Salvador tuvo actuaciones decorosas. Se rearmó tras la debacle, priorizó los cuidados defensivos y se llevó dos derrotas razonables: 1-0 frente a Belgica y 2-0 contra Argentina, que defendía el título con Maradona, Mario Kempes, Daniel Passarella y César Menotti. En esos dos partidos, los salvadoreños escucharon algunos aplausos: los españoles los habían adoptado. Era un reconocimiento a una lucha: la de buscar y la de creer, a pesar de la peor de las goleadas. A pesar de todo.
Pero la goleada duró más allá del Mundial. Aquellos jugadores que -con la histórica clasificación a España 1982- habían conseguido convertirse en héroes y transformar un país fracturado en el idilio de noventa minutos, llegaron a su tierra y percibieron el cambio de escenario: todos los rechazaron. En sus equipos, a varios les interrumpieron los contratos. La peor parte se la llevó el arquero, Luis Guevara Mora. A él intentaron matarlo: el auto en el que se trasladaba recibió 22 balazos. Un milagro lo mantuvo con vida. Tenía 17 años. Había mentido su edad a las autoridades de la Federación para poder cobrar los viáticos por su participación en la Copa del Mundo.
El mismo Guevara Mora estuvo la última semana en el programa Los Provocadores, de la radio salvadoreña. Allí contó sus sensaciones de aquella goleada que resucita cada cuatro años. “Cada vez que empieza un Mundial me acuerdo de las cosas lindas que pasaron y nunca de las feas. De que la clasificación fue una alegría para todos los salvadoreños que vivían tiempos muy tristes con la guerra. Y el fútbol fue casi una isla en todo ese conflicto”, expresó. Lo habitaba una sensación: estaba orgulloso de lo vivido y de lo compartido conLa Selecta. Los diez goles recibidos, al cabo, son todavía la huella de la última participación salvadoreña en un Mundial. Nada menos.
Publicado originalmente en el diario Clarín (Argentina)