La “revolución” anda a la deriva. Y ante su más inminente naufragio, en su desesperación, se olvida de los Derechos Humanos, se bestializa y pretende que la gente se sacrifique y se inmole por ella. Pero cuando el resto de la tripulación y pasajeros se persuadan de que su capitán ha resultado inexperto, que carece de autoridad natural y, por añadidura, no logra consolidar su autoridad estatutaria, bien podrían optar por exigir la renuncia. O, en caso contrario, la tripulación con todo y pasajeros, habrán de acudir a los preceptos de la Constitución de 1999, para poder buscar, todos los cambios legales posibles en el presente, que permitan a la población construir y disponer de un futuro promisor, dentro de una sociedad plenamente abierta, bajo la efectividad de gobiernos que no secuestren la libertad ni los sueños de los hombres.
Es bien conocido que cada país está bajo la responsabilidad de un presidente, que por muchas razones se compromete, en lo político, social y económico a administrar con ponderación a la nación que gobierna. Este quehacer, se asemeja y tiene las prerrogativas de un capitán o maître après Dieu du navire, como lo llaman los franceses. Pero como diferencia, un capitán puede ser propietario de su barco; mas, un presidente de la República, jamás puede ser dueño del país, y menos, usar a los hombres de armas para someter a sus habitantes a ser esclavos de un grupo de poder monopolizador de la política, y que además, ha resultado inefectivo. Por consiguiente, ni un capitán ni un presidente, nunca pueden aceptar que alguien de la tripulación, se adueñe de su voluntad ni admitir que capitanes de otros barcos intervengan en su mando; menos olvidarse, que él y sus tripulantes, son un equipo político, social y económico. En suma, como regla de oro para preservar su legitimidad, un gobernante, bajo ninguna circunstancia puede excluir el honor, la democracia y las primeras necesidades de subsistencia; menos desconocer los DDHH ni al nivel crítico ni la conciencia política del pueblo opositor.
Esto es, un Presidente de la República está al mando del timón y encargado de llevar a la nación a buen puerto. Y buen puerto significa: libertades democráticas y bienestar social. Cosa que nunca debería significar la fantasía grosera e inadmisible del mítico país de Cucaña, dónde la gente crea que no tiene por qué trabajar, porque la naturaleza les trae sin esfuerzo: vino, leche y lechones que penden de árboles, ya completamente asados y listos para comer. ¡No! Lo que la gente quiere es sentir que le da al país; en lugar de quitarle. Aspira a que el petróleo sea la sustancia que potencie, financie y construya los instrumentos para fortalecer, preparar a los habitantes para la industria, la producción y la independencia económica. La gente quiere construir y hacer progresar al país, tener un empleo estable, con un salario que no se lo coma la inflación. En fin, la gente anhela que nadie la robe ni la asesine y que el gobierno tenga la voluntad de controlar y reducir a la delincuencia, en todas sus expresiones.
Y, en su más caro desiderátum, el pueblo quiere que sus hombres y mujeres progresen, adquieran sus pertenecías y riquezas con esfuerzo propio. Pero jamás pretende, que sus coterráneos, se asemejen a esos personajes mitómanos, mezquinos, envidiosos, ambiciosos o corruptos que denuncian las novelas Para Subir al Cielo… y Los Ratones Desnudos del escritor zuliano Jorge García Tamayo. Personajes que empiezan por aspirar a querer ser jefes de instituciones; pero dado, “el trepar” o “el milagro” de llegar al poder, terminan por caer en las más miserables conductas y vicios, hasta destruir o arruinar sus vidas. Y lo peor, se llevan consigo a los organismos que dirigen.
Por ello, coincido con el eximio escritor italiano Giovanni Papini cuando anota en su obra crítica, Dante Vivo: “…toda grande obra (…) es una contestación, esto es, la manifestación de una voluntad de suplir con el pensamiento y con el arte, una falta, una deficiencia, una carencia de la vida ordinaria y temporal.” Y más adelante, agrega: “El verdadero grande no es el que nace grande, el cual, por culpa de la traidora facilidad, ya perdiendo poco a poco sus poderes nativos; lo es aquel que conquista su grandeza a despecho de todos y de todo, de su naturaleza misma y de toda adversidad.” Pero la revolución procura que la gente dependa de su “gobierno”, hasta en el modo de respirar. Este esquema represivo, dependiente, monotemático, parásito y clientelar, castra a la idoneidad de la formación profesional de todo el proceso educativo, destruye la iniciativa y autogestión del sector económico, vacía las reservar monetarias, debilita la economía y deja al país bajo un deficitario flujo de caja, que por insuficiente, contribuirá en desfavor de las verdaderas exigencias sociales de la población. En conclusión, el poder de un régimen así, no gobierna ni dirige; solo manda y somete por terror, pero jamás llegará a convencer.
Víctor Vielma Molina|Educador|victormvielmam@gmail.com