En las primeras defensas del general Hugo Carvajal, detenido por las autoridades de Aruba ante petición de la DEA por presuntos delitos de narcotráfico, el gobierno de Venezuela acude a un argumento de vital importancia para la causa que pretende llevar a cabo: la inmunidad propia de los representantes diplomáticos y consulares. Pero en el caso del general Carvajal no cabe esa posibilidad pues en ningún momento se le ha concedido el plácet que lo acredita como tal. Hay que señalar que luego de seis meses de haberlo solicitado y no ser concedido, entonces se interpreta este gesto como una negación de ese requisito para ser representante consular.
Ahora bien, nadie puede presentarse ante la aduana de un país y autodenominarse embajador o cónsul de Venezuela si el país donde desembarca no lo ha reconocido oficialmente de acuerdo con las normas diplomáticas. En las relaciones internacionales no existen sobreentendidos.
Desde que Maduro cometió, en enero pasado, el grave error de proponerlo como cónsul sabiendo que el general Carvajal era un objetivo clave de la justicia estadounidense y que entre el gobierno de Holanda (que lleva las relaciones internacionales de Aruba) y Estados Unidos existe un acuerdo extradición que establece que si uno de los dos países solicita la detención de una persona se procede automáticamente, al Pollo le estaban poniendo la soga al cuello. Presuntamente alguien desde Venezuela lo sirvió a Estados Unidos ese manjar en bandeja de plata.
La inmunidad diplomática se otorga para que los diplomáticos no queden desamparados en latitud lejana, y el derecho internacional prevé este tipo de garantías. Pero el manejo de la inmunidad por parte del gobierno de Maduro sólo funciona fuera de Venezuela. En lo que concierne al ámbito nacional la inmunidad consagrada en la Constitución Nacional para quienes la tienen y merecen debido a la calidad de sus cargos o a la procedencia de sus investiduras, ha sido violada en el país cuando el gobierno lo ha considerado conveniente sin atenerse a las regulaciones correspondientes.
Los casos de los diputados Mardo y Machado son elocuentes en este sentido. Representantes del pueblo los dos y detentadores, por lo tanto, de las excepciones que la soberanía popular les concede para que hagan sin escollos los trabajos para los que fueron elegidos, el gobierno consideró como nimiedad el asunto primordial de la inmunidad y los expulsó de la AN de la manera más apresurada y expedita.
Bastó una acelerada alocución del presidente del Parlamento, y la muestra de la copia de unos supuestos cheques que ameritaban cuidadosa investigación, para que la inmunidad del diputado Mardo pasara a mejor vida. Para la defenestración de la diputada Machado fue suficiente una subjetiva y discutible acusación de traición a la patria, con el añadido de la patraña de que trabajaba para un gobierno extranjero. Su curul quedó vacía de un día para otro, sin la presentación de las evidencias dignas de tal nombre.
¿Qué pasó en esos casos con la inmunidad? Unas decisiones eminentemente políticas y difíciles de sustentar en un proceso para llegar a la meta del extrañamiento de dos representantes del pueblo, permitieron que la inmunidad cacareada desde ayer como bandera de la soberanía frente a una agresión imperial, antes se ignorara y violara de olímpica manera. En el caso de los alcaldes de San Cristóbal y San Diego ocurrió una calamidad idéntica, que convirtió en polvo unas garantías establecidas en la Carta Magna.
Independientemente de los aspectos técnicos y de derecho de gentes que se están ventilando en Oranjestad, queda en evidencia la arbitrariedad y la poca seriedad de las autoridades rojas-rojitas a la hora de respetar los derechos políticos y de administrar justicia.