Ella siempre vestía de riguroso negro. Un vestido de medio paso que terminaba casi a ras del suelo, que apenas mostraba sus pesados y macizos zapatos negros. Y cuando yo alzaba la mirada de niño asustadizo, le veía esos guantes brillantes de cuero negro ceñidos a sus manos donde resaltaban las costuras de un fino hilo negro, que recubría los bordes y dejaban esa silueta de extraños dedos ocultos y misteriosos.
Nunca me atreví a mirarla de frente. Además, ella siempre llevaba el rostro cubierto con un fino tul donde apenas se mostraban unos huequitos que dejaban filtrar la luz del centro de sus ojos.
Encima de su cabeza reposaba un pequeño sombrero negro, que ocultaba su cabello recogido del mismo color. Todo en ella era negro, hasta la sombra que reflejaba cuando se despedía y mientras caminaba hasta la salida de la casa, y yo miraba ese ser que se hacía inmenso cuando el sol la iba reflejando mientras se alejaba caminando en las tardes maracaiberas
Me atormentaba escucharle. Su voz era cortante, seca y de expresión sentenciosa. Siempre me hablaba a través de mi madre. –Carmen, mientras me miraba a través de ese trapito negro. –Ese niño está demasiado flaco. –Deberías hacerlo ver con el médico para que le pongan unas ampolletas de aceite de hígado de bacalao. –No ves que es asmático, ripostaba mi madre, como intuyendo mi parálisis total ante esa voz y su discurso tan intimidante.
–Deberías darle fororo y además, el majarete es de lo más alimenticio para que engorde.
Eso bastaba para que en la tarde ya tuviera el pecho trancado y saliendo ese pitico de flauta que era alarma familiar.
Cierta vez y mientras estaba en la casa de la señora Leongina, la mamá de Marlon, mi amigo de travesuras, nos fuimos a la cocina y de repente nos encontramos de frente con la señora Magdalena, tía de mi amigo. Ella estaba por terminar de hacer su famoso majarete. A un lado estaba la hermana de Marlon, Aura. Ella insistía para que su tía la dejara probar el manjar. –Está caliente y tienes que esperar a que se enfríe, sentenció la tía. –Pero yo quiero comer. –Ah! Va a seguir con la malcriadez.
Entonces la tía sacó el majarete del horno y lo colocó encima de la mesa. Apenas si lo dejó reposar. Tomó a la sobrina por los hombros y acto seguido le dijo: -Usted quiere majarete, pues acá está y se lo va a comer todo. Le hizo abrir la boca y le introdujo la cuchara una y otra vez con el dulce aún caliente.
Marlon y yo nos deslizamos subrepticiamente por el corredor y sin que se diera cuenta, fuimos a dar directo al patio. Los lloriqueos y arcadas de vómitos se escuchaban por toda la casa mientras la pobre niña lloraba y suplicaba. Pero la tía seguía metiéndole por la boca su famoso majarete.
Era ella la señora y tía Magdalena. Mujer absolutamente rígida, de paso firme y redoblado al caminar. Nunca supimos de un quejido ni de flaquezas. Todo en ella era severidad, templanza y orden.
Años después mi madre me llevó una noche a casa de la señora Magdalena. La casa era de esas coloniales y que tenían un zaguán y techo alto cruzado con maderos y caña brava, absolutamente pulidos. Parecían soles de tanto brillo. No me di cuenta cuando mi madre desapareció.
Del fondo de una de las habitaciones se escuchaban voces. Los diálogos eran entrecortados. Después se transformaron en llantos y pequeños quejidos. Mientras me acercaba podía ir reconociendo esas voces. Miré por la puerta entreabierta y la vi. Vi esa señora acostada sobre unas sábanas blanquísimas. No la reconocí. Tenía el rostro descubierto y también las manos. Mi madre volteó y me miró. Me dijo que pasara. –Salude a la señora Magdalena, Juancho.
Ella sonrió y con una voz más bien quebradiza me saludó. Finalmente pude ver sus ojos. Los tenía como adormecidos. Pero esa luz aún conservaba mucho de aquellos tiempos.
Me sorprendió en ella su voz y verla tan indefensa. Casi paralizada y sin fuerzas para moverse. Mi madre le pasaba la mano por la cabeza y entonces vi su cabellera negrísima y abrillantada, como pequeñas luces que se descubrían mientras la mano de mi madre se deslizaba por ese largo camino ondulado.
Esta era ella, la severa, la tan rígida y tan mandona. Ya al borde de la muerte. Convertida en puro esqueleto y mirada suplicante. Me saludó mientras alargaba su mano y vi esas venas sobresaliendo de entre sus dedos largos y de garfios. No dije nada. Ella dejó caer su mano y cerró los ojos mientras corrían lágrimas por sus mejillas.
Mi madre entonces me hizo una seña y salimos del cuarto. La señora Magdalena quedó sola en esa amplia y aséptica habitación. Afuera todo era puro llanto, abrazos y quejidos. Esa noche, por primera vez, no tuve asma.
(*) camilodeasis@hotmail.com / @camilodeasis