— Esa mujer está tocada -le dije.
— Pobre Zeneida que te la recomendó. Se le ve de un apenado…
— Zeneida no tiene nada que ver. En fin, le está haciendo un favor y esta -me perdonas pero es así- “loca de carretera” la deja tan mal.
— Bueno, una loca más en este mundo no es noticia tampoco.
— Sí, así es. ¿Ya hiciste maletas o vas a dar carreras otra vez para meter un abrigo extra?
— Lista listíca. El avión sale a las 7:00 pm y ya mandé las maletas por adelantado.
— Para que las maltraten por adelantado.
— (Risas).
— ¿Regresas cuándo?
— En dos meses…
— OK, ya te enterarás de qué pasa con esta niña, que a lo mejor no está tan loca.
— Se hace, mijito, se hace. El otro día se me ocurrió algo, pero mejor no te lo digo para no meterte “casquillo” con Zeneida.
— Con Julia querrás decir.
— Sí… con Julia. Yo creo que ella… no sé… mira ¡olvídalo!
— Ya lo olvidé. Yo con desligarme tengo. Si me falla la demando y listo.
— Bueno, querido, te veo de regreso, que ya llegó el taxi. Mi mamá sabrá, más o menos, dónde estaré. Y gracias por ayudarme con esa diligencia, que me voy más tranquila.
— Bon vogage.
Los dos días siguientes fueron inermes, pero el tercero ya no.
Germinó en mí un punto de atención que había comenzado como mera extrañeza. Se trataba de ese acto fallido de decir “Zenaida” en vez de “Julia” y luego el “mira ¡olvídalo!” como derivando: “no, mis sospechas son infundadas” o quizá: “la trama es compleja pero no me da tiempo comentarla”. Lo que no asimilaba en particular era la petición de olvidarlo, que si escondiese una trama compleja, sea literal o metafórica, me parecería inaceptable. Hilene no es así. Ella es muy clara. Por eso, creo que se llevó una trama compleja para un periplo de dos meses por no poder decírmela.
Llamé a Cordelia, amiga íntima de Hilene. A mí me gustaba, pero ella se movía en otros mundos y círculos. Imaginada con el celular entre su negrísima cabellera, me saludó con displicente entusiasmo. Contó que Hilene le había escrito desde Holanda, que había llegado bien. Preguntó cómo estaba mi vida. “Bien”, le contesté pensando “y sin ti”. Fui al grano con lo de Julia. No tuve que darle muchos antecedentes porque ella sabía tanto como Hilene. ¡Claro! Si ambas eran como un mismo disco duro. La interrogué sutilmente sobre Zeneida, de quien sospechaba un involucramiento con Julia mayor que la mera recomendación no comprometida. Comenzaba a sentirme tonto. Cordelia no sabía absolutamente nada de este involucramiento, pero sí mucho de la actitud errática de Julia: escondiendo papeles importantes, favoreciendo las demoras en los trámites, trastocando fechas y rasgos precisos, al parecer adrede, para confundir a la pobre abuela que de cualquier forma está más allá que de acá (Alzheimer, dicen).
— Eso te afecta –me susurró, lo cual me intrigó porque no solía ser personal conmigo.
— Sí, aunque en el fondo peor para ella…
— Claro pero ella está loca ¿verdad? Y tú no. Es como dice Hilene…
— ¿Qué dice Hilene?
— … bueno, hace tiempo me dio una opinión sobre Julia, que le parecía como una muñeca de palo, que cobra vida cuando alguien le mete la mano y la mueve a voluntad. En este caso la persona que manipulaba se fue pa’l carrizo, así que esta mujer quedó como un títere sin titiritero…
— Pero con vida, buena metáfora, yo siempre he dicho que tú…
— En fin, Hilene escribió para preguntarme el nombre de un queso famoso…
Nos despedimos. Las conversaciones con Cordelina tenían esa extraña sucesión de alturas y valles. Pero ésta me dejaba un buen sabor, al tratarme con la confianza de un amigo, y mencionar que lo de Julia me afectaba (si a ella generalmente no le importa la gente). Fue lo de la muñeca de palo, una alusión muy extraña, lo que me dejó pensando, porque la gente dice simplemente “títere” o “marioneta”, pero eso de meterle la mano a Julia… me dejó desconcertado.
Mi conclusión intuitiva y, en buena medida correcta, era que la alusión fue casual, quizá lo más adecuado que tuvo a mano para esconder la verdadera respuesta que Hilene le dio. En vez de revelarme tal confidencia, que la habría obligado a una larga disquisición conmigo, me “cortó con el cuchillo de cartón” de esa mención de la muñeca. Sonaba conveniente porque había ocurrido de hecho, pero mucho tiempo atrás, lo que la salvaba de darme “espontáneamente” detalles y no destapar el acontecimiento (o la conexión) que me ocultaba con esta burda historia. Julia tenía una motivación o fuente mucho más profunda. Como antojábase más un capricho personal que un problema social, me daba pena insistir mucho en un caso que no suscitaba mayores emociones en la gente. Pero para mí era un mundo.
De modo que no podía ser frontal pero tampoco desganado. Delatada la muñeca de palo como el vulgar subterfugio que era, me concentré en el objeto mismo de mi desvelo: qué le dijo Hilene a Cordelia que hablaba —a mi juicio— tan claramente sobre las motivaciones secretas de Julia. Después de todo, me decía una y otra vez, ella puede perfectamente fingir que está trastornada. Nada se lo impide y dado su carácter errático e incómodamente nervioso, parece una consecuencia natural de su falta de control. Tenía ya un arma para con Cordelia, si tan solo la llamara y rápidamente la abordara sobre el asunto para obligarla a soltar lo primero que le viniera a la mente. Pero no pude, apenas me quedé pensando… Era mejor dejar de pensar en Cordelia porque me daba mariposas en el estómago y se me trastocaba Julia por Zenaida y Helene por Raulio, un amigo gay de Helene, que se parece a ella excepto que es más femenino. Estaba tan desconcertado y solo en esto, que no dudé en comunicarme con él. ¿Raulio qué? ¿Moya, Soya? En fin, atendió él mismo, con el tono (a veces exageradamente afectado) que le era inconfundible.
— Hola, mijo ¿y tú dónde andabas? Yo creía que te habías ido con la Hilene pa’ Holanda.
— Ojalá, pero nada, te llamo por otra cosa.
— ¿El desastre de Julia?
— ¿Cómo lo sabes?
— Ay pana, esa mujer es más loca que yo.
— ¿Sabes algo?
— Chico… yo creo que a esa niña la manipulan por “áhi”, y que su ex la tiene controladita y está dirigiendo esta campaña de disparates para que ustedes suspendan esa negociación cuanto antes, porque quién se va a echar ese muerto de lidiar con una desquiciada “piazo e’ bicha” o lo que es peor mi amor, la abuelita que ya está más allá que de acá. ¿Tú te vas a echar un proceso con esa viejita?
— Sea lo que sea se va a caer de un cocotero [Julia] porque, por mi parte, llevo este negocio hasta el final, así todos mis socios se salgan.
— Bueno, la descubriste. Qué pena debe tener ¿cómo se llama, tu asistente?
— Zenaida… sí, ella nos presentó a su cuñada con vagas recomendaciones, pero yo la excuso porque incluso me enteré que ya no le habla.
— Pero es que está de anteojito… quién puede tratar a una persona tan trastornada. ¿Sabes que el otro día me la encontré? Bajo este “rolitranco” de verano esa mujer llevaba un abrigo de este color, a un cuarto para las doce [del mediodía], pero andaba como si nada, con unos lentes oscuros que parecía un “alien”… nos vimos, se acercó, me apretó un brazo, duro, y me habló de un pariente en un hospital y alguien que persigue el clero y una sopa que había preparado… y de más cosas, pero no estaban hiladas entre sí…
— Raulio, mil gracias.
Tuve la sensación de haber entendido mil cosas y ninguna con esta conversación. ¿Cuál era el secreto a voces que yo ignoraba? ¿Era el mismo para Cordelia y para Raulio? Lo sabría Leila, supuse.
— Hola… a Julia no la conozco mucho, sólo lo que me ha contado Hilene. Ella está muy decepcionada y le da rabia que te haga eso a ti. Pero conocerla… nunca la he visto y ni ganas tengo.
— Es que necesito toda la información que pueda para saber cómo concluir la negociación.
— No sé, pero si averiguo algo te aviso de inmediato ¿vale?
— Sí, cualquier chisme.
— Por cierto, a la que vi el otro día fue a tu asistente.
— Zenaida.
— La vi en la empresa de Adalberto, que lo fui a buscar y estaba hablando con uno de los chivos de créditos.
— Sí, son mis acreedores. Zenaida iba frecuentemente a entregar recaudos y hacer consultas.
— Fue hace como tres meses.
— En ese entonces prácticamente iba yo solo, de hecho… me imagino que fue una gran casualidad. ¿Y cómo está Adalbero?
— Terminamos hace un mes.
— Oh, lo siento.
— Mejor así.
Llamé a mi abogado, era el tercero que contrataba, aunque hasta ahora sólo me había limitado a conversar largamente con ellos, sin que se redactara un solo papel. Este último tendría la edad de mi padre, amigo suyo y recomendado.
— Bueno, si ella colapsa sus finanzas por el asunto del divorcio, tú puedes demandarla pero no lograrás ni un centavo porque lo que tenía ya lo puso y el resto queda distribuido entre varias personas, imposible de recuperar en menos de tres años. Además la fiadora de todo es, sabiéndolo o no, la doña que tiene como ochenta y cinco años. Entonces tú quedas en manos de los acreedores, no ella y menos la abuela.
— Lo sé, pero tengo muchos recursos si pruebo que ella actuó con premeditación.
— Sí, su mala fe, la existencia de una causa mayor que les ablande el corazón a los acreedores, en fin, armas morales no legales.
— ¿Que recomiendas?
— Primero que reconsideres seguir adelante.
— No puedo, las pérdidas serían cuantiosas.
—¿No serían peores si sigues?
— Oye, Marcelano, es un asunto de orgullo, de prestigio en la junta… y de preferir arriesgarme que rendirme a estas alturas del juego.
Comprendí que con mi abogado no llegaría muy lejos en la toma de decisiones. Me limitaría a ejecutar el papeleo con su —eso sí— diestro apoyo. Pero nada que ver en la asesoría emocional, que era clave en este “quién—lo—hizo” de vibraciones sutiles.
Decidí compartir mi tenso discurrir con Tannia la bruja, a quien le había asignado un pequeño trabajo tres días atrás.
— Qué bueno que me llamas, mi sol, ya te tengo tu asuntico.
— A ver, qué fue…
— El “Tarot Siriaco” por fin…
— ¿Qué es eso?
— Lo último, hijo, apenas se comienza a descifrar porque es obra de una criadora de gatos de Francia que murió en 1976. Con lo que se sabe hasta ahora te lo leí y me da una sombra preocupante, que es de lo que te quería hablar.
— Aquí estoy, un poco asustado…
— Puedes perder el oro porque luchas contra el enemigo equivocado.
— ¿Y cuál es el enemigo correcto, el exesposo de Julia?
— No lo sé, el “Siriaco” es pacifista y no suele hablar en términos de enemigos, pero aquí lo dice con cierta claridad (el gendarme y el as de permisos falsos). Da una pista, nene, pero no sé qué hacé con ella: dice que temas a Geppeto y no al Pinocho. Lo deduje porque hay un sistema de conversión de números a letras y me dio, escucha jodido, algo como GPPTTU—PIKOI, más una alegoría del bosque y de los clavos.
— ¿Tú qué opinas Tannia?
— No confíes ni en tu sombra papaíto.
Hice esfuerzos por localizar a Hilene. Le envié repetidos emails, pregunté a su madre.
— Tú sabes, mijito, lo supersticiosa que es Hilene Valentina. Cuando viaja no llama a nadie y a mí de casualidad y me ruega que no le diga nada de trabajo ni noticias raras a menos que sean realmente urgentes, de modo que no le cuento mayor cosa, “¿Cómo estás? ¿Cuándo vuelves?”.
— ¿Usted conoce a Julia?
— No personalmente pero llamaba mucho a Hilene. De pronto no la llamó más que yo sepa. Sonaba nerviosa, como apurada. La que estuvo aquí fue su prima…
— ¿Prima?
— Sí, una zaporrita, de lentes.
— Ummm ¿Zenaida?
— No sé cómo se llama, pero estuvo con Hilene y no hallaba cómo disculparse esa mujer, que si Julia era una loca, que qué pena…
— Era ella sin duda, Hilene no me había contado eso… y no son primas, sino amigas. Es una persona decente, esta muchacha, pero Hilene no me dijo…
— Es que anda como loca con el postgrado y las excursiones. A lo mejor se le pasó o no quería angustiarte y tampoco es que tenga mucha importancia…
— Zenaida tampoco me dijo nada. Señora Herde, eso es muy sospechoso.
— Tú sabes que Hilene es como una sicóloga, como una consejera, todo el mundo viene a confesarle cosas, a contarle, lloran… Pa’ mí que esa Zenaida se la cotorrió.
— ¿Y usted oyó algo más?
— Nada, o poco, cosas sobre un periquito australiano que alguien soltó en su apartamento y cuando llegaba en la noche…
Colgué con una discreta y apagada despedida alejando los labios de la bocina. Uff, ahora podía decirlo, la mamá de Hilene estaba prácticamente demente. Uno le preguntaba algo y ella salía con otra cosa, aunque coherente para su mundo circular y monótono. Como si quisiese salir de sus adentros metiéndose más, dando vueltas en una habitación para pensar que se desplaza en el afuera.
“Cara e’ piedra”, ése era el propio. El problema era que no recordaba su nombre y no podía telefonearle (“Hola “cara e’ piedra” ¿y cómo es que te llamas tú?”) hasta saberlo. Frida (bautizada así porque a su madre le encantaba la Khalo) había sido novia de uno a quien no le caía nada bien “cara e’piedra”.
— ¿Cómo se llama “cara e’ piedra”, Frida?
— Oye, no me acuerdo, creo que Alcides o Josafá, algo así. ¿Sabes que lo robaron, al pobre?
— Y cómo fue eso…
— Bueno, alguien se le acercó para advertirle que en su pequeño negocio lo estaba robando un socio. Él se puso a investigar, el socio se dio cuenta, le reclamó la desconfianza, él pensó que era una cortina de humo y lo acusó sin pruebas. En el fragor del enfrentamiento, la persona que le había “advertido” sí lo birló realmente, pero él estuvo muy ocupado en un menester equivocado hasta que se dieron cuenta…
— Uy, pobre ¿será prudente que lo llame? El conoce mucho a la mamá de Cordelia, por eso quería preguntarle algo y además lo vi una vez en una fiesta de Samoa, la amiga de Hilene y me habló algo muy explícito sobre Julia, pero en el momento no le presté atención…
Ivano. “Cara e’ piedra” se llamaba Ivano. Según me dijo la señora Alsina-Lirona, madre de mi amor imposible Cordelia Alsina-Lirona, fue su abuela Miguelina quien le puso ese nombre, ni su madre, demasiado joven… en fin, el punto es que al decir esa clave mágica, el amigo “Cara e’ piedra” cambió y pareció agradecer la deferencia (dicen que el sonido del nombre es como música pero para alguien agobiado por un alias ridículo equivale a una filarmónica desatada.)
— … O sea que hablaste con ella, cara a cara [me arrepentí de usar tal palabra y dos veces], y no sabe propiamente que te conozco, umm, muy bueno, sigue por favor…
— Ajá, Julia dejó entrever con su hablar alocado y todo, una intención, digamos incluso un plan muy claro: no cumplir y eventualmente desconocer su cuantiosa deuda.
— Pero Ivano [ese nombre me da más risa que “cara e’piedra”] si ella me ha firmado hasta las paredes de mi oficina. Una vez, de loca, porque no puedo llamarla de otra forma tenía un bolígrafo en la mano y se balanceaba en una silla hasta estirar el brazo y escribir en la pared un garabato que llamó su firma. “Hasta el diploma ése te autografío” amenazó pero yo por supuesto decliné amablemente. Al día siguiente lo iba a estrujar con una servilleta cuando Marcelano, por casualidad hundido (que no sentado) en el sofá, me persuadió de no hacerlo porque era evidencia.
Ivano remató:
— Ella no te va a pagar, está dispuesta a sufrir las consecuencias, la declararán demente si es necesario. La que responde es la ancianita pero cómo va a funcionar eso. La pobre se muere en pleno juicio. Tus expedientes de nada servirán, excepto para meterla presa, cosa que no sé si querrás… si te pones a ver, lo concreto, el dinero, no existe, nunca existió, Julia arruinó a su pobre abuela rica, y con esa fachada también estafó a otras empresas serias, como la Taggor o la Xoxo. Alguien tramó algo muy bien.
— Claro…
— Bueno, no sé, yo no entiendo nada, en mi modesta opinión el exmarido de Julia tiene un guiso gigantesco y es cómplice o usa a Julia para perpetrar él este malévolo esquema.
— Yo creo que alguien es amante de alguien.
….
Al día siguiente llamé a Samoa con sorprendente calma:
— Hola Samoa, ya arreglé el problema con Julia.
— ¿Sí? ¿Cómo?
— Me deshice de Zenaida para siempre.