Hace 20 años, el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari derrotó a los opositores dentro y fuera de su partido y llevó adelante ambiciosas reformas económicas. También firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, el famoso TLC. Si bien aún tiene críticos, el TLC ha sido muy positivo. Obviamente, no ha sido la panacea para los problemas de pobreza, desigualdad y mediocre crecimiento económico que afligen a México, pero el comercio internacional se ha duplicado, y la inversión extranjera se ha triplicado.
Sin embargo, quizás lo que más afectó a México hace dos décadas, y que hoy está volviendo a pasar, es que las reformas que el país necesita desesperadamente se ven diluidas o descarriladas por el México malo. Este es el México asesino y criminal, corrupto y abusador, injusto y bárbaro, donde reina la impunidad y el imperio de la ley solo existe para quienes pueden pagarlo.
El TLC entró en vigor en 1994 y ese año estalló una rebelión armada en Chiapas, fueron asesinados tanto el candidato presidencial del PRI como el secretario general del partido y la economía colapsó. Vapuleado por sus correligionarios y la opinión pública, el presidente Salinas se autoexilió, mientras su hermano Raúl, acusado de asesinato, fue encarcelado.
La mezcla de la mala situación económica con la avalancha de escándalos de corrupción envenenó el clima político y truncó reformas. Nadie cree a nadie; nadie confía en nadie. Y el México malo se beneficia.
Dos décadas después, la historia se repite con inusitada precisión. Enrique Peña Nieto deja perplejos a los mexicanos y al mundo con las sorprendentes reformas que impulsa. Sube los impuestos (México es el país de la OCDE que menos recauda), promueve una ley antimonopolio más severa, obliga a que haya más competencia en televisión y telecomunicaciones y permite la entrada de empresas extranjeras de petróleo y energía. También se propone adecentar Pemex, la corrupta petrolera estatal. Sacude el desastroso sistema educativo, al obligar a los maestros a someterse a evaluaciones y al posibilitar su despido si no cumplen con los requisitos. Peña Nieto ha declarado la guerra a muchos y muy variados intereses. Encarceló a Elba Ester Gordillo, la hasta ahora intocable líder del sindicato de maestros, acusándola de malversación y crimen organizado; afectó los intereses, hasta ahora también intocables, del hombre más rico del mundo, Carlos Slim, así como los de Televisa, el gigantesco conglomerado mediático. Y más.
En cualquier otro país la gente estaría aplaudiendo a un presidente que intenta hacer todo esto. No en México. Los mexicanos no creen que su presidente esté haciendo esto por el bien del país. De nuevo, piensan que las reformas solo beneficiarán a los políticos y a los ricos.
Y algunos hechos recientes parecen confirmar sus peores sospechas. La masacre de Iguala saca a la luz la confabulación del Gobierno local con los narcotraficantes.
La fastuosa mansión privada de la pareja presidencial fue comprada con la ayuda poco transparente de empresas que se beneficiaron de contratos cuando Peña Nieto era gobernador. Y el Gobierno se ve obligado a anular un contrato de 4.800 millones de dólares para un tren de alta velocidad, al destaparse que la compañía china adjudicataria estaba asociada con otras mexicanas vinculadas al PRI.
Estos escándalos han generado un ambiente político tan tóxico como el que se respiraba durante los peores momentos del Gobierno de Salinas.
¿Volverán la corrupción y la criminalidad a hacer naufragar las reformas que México necesita? ¿Podrá el México bueno crear los anticuerpos que neutralicen al México malo? Estos son los momentos en que un presidente puede transformarse en un líder histórico. Hay un México bueno, que es mayoría, y que exige que el México malo sea enfrentado de forma implacable, y derrotado. Pulverizado. Está buscando quien lo haga.
¿Podrá Enrique Peña Nieto convertirse en el líder del México bueno?
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