Presumía de bíceps en los vídeos que subía a youtube y solía escaparse a Sharm el Sheij, un paraíso de turistas rusas a orillas del mar Rojo. Islam Yaken era un tipo corriente, vanidoso y adicto a los selfies. Con los sueños y frustraciones de cualquier otro chaval de 22 años. “Era un joven normal”, asegura a EL MUNDO Abderrahmán Abdelhaled, uno de sus amigos de adolescencia. “Íbamos juntos al gimnasio y compartíamos viajes a la playa. Era un bromista empedernido”, recuerda el veinteañero a unos metros del apartamento de Islam, reseña El Mundo.
El piso familiar, ubicado sobre unas concurridas galerías comerciales en el acomodado barrio cairota de Heliópolis, enmudeció hace más de un año. El día que Islam no regresó a casa y reunió las fuerzas necesarias para emprender la travesía que aún hoy horroriza a sus vecinos. “Primero escuchamos que se había marchado a Siria para ayudar a los refugiados. Luego él mismo dijo por internet que se había alistado al Daish (acrónimo del Estado Islámico en árabe)”, rememora Ayman, el cerrajero que regenta un local frente al piso de la familia del yihadista.
Nada en la biografía de Islam hacía presagiar un destino tan sórdido.Nació en las calles de un distrito de avenidas ajardinadas, a un tiro de piedra del palacio presidencial de Ittihadiya que Hosni Mubarak ocupó hasta su abrupto ocaso en 2011 y desde el que hoy aplica su puño de hierro el ex jefe del ejército Abdelfatah al Sisi. Un vecindario infestado de policía secreta donde el muyahidin (guerrero santo) creció sin las penurias de millones de compatriotas. El sueldo de su padre, que dirige un supermercado en una plaza cercana, costeó una educación elitista en el liceo francés La Liberté. Concluido el bachillerato, cursó Derecho en la universidad pública de Ain Shams y entró a trabajar como monitor en un gimnasio del barrio. “Era de ese tipo de gente que cuando le da por algo, lo tiene que hacer muy bien. Pasaba horas y horas en el gimnasio”, relata Salem Saleh, otro colega de correrías.
El propio Islam reconoció su pasión sin límites en el perfil que abrió en una red social rusa para flirtear con extranjeras: “No paro cuando estoy cansado. Paro cuando he terminado”. Por aquel entonces, entre pesas y flexiones, se declaraba incondicional del rap, house y trance que le agujereaban el tímpano cuando peregrinaba a uno de sus antros favoritos, la discoteca Pacha de Sharm el Sheij. “Nunca vi nada raro en él. Era un joven como todos los demás: sin inquietudes políticas ni religiosas; cariñoso y muy simpático”, comenta quien fuera su entrenador durante años, reacio a proporcionar su nombre.
Su discípulo descarriado se machacaba en las máquinas de su negocio Hard Body (Cuerpo duro, en inglés), ubicado en un bajo que luce en su fachada un letrero con efigies hercúleas de reyes de culturismo como Arnold Schwarzenegger.
“No era un chaval violento. Ni siquiera le interesaba la política. Ycuando decía algo era para criticar a los Hermanos Musulmanes y Mohamed Mursi [el presidente islamista derrocado en julio de 2013]”, ratifica Saleh. Algo, sin embargo, empezó a cambiar en la cabeza de Islam a lo largo de 2012. Al principio fue una mudanza mínima, imperceptible. Luego el viraje quedó eclipsado por los espasmos enfermizos de una transición política transfigurada en riña a garrotazos entres islamistas y uniformados. No volvió a rondar el gimnasio y, aunque seguía frecuentando a sus amigos de toda la vida, se convirtió en una sombra de sí mismo. “Se dejó la barba y comenzó a cumplir los cinco rezos diarios. Se enfadaba cuando hablábamos de chicas delante de él. Nosotros lo hacíamos a propósito”, dice Abdelhaled.