Más o menos así definía Ramón Piñango, en un tuit del 27 de diciembre, lo que sucedía en la Asamblea Nacional y en las calles de todo el país. Golpes parlamentarios para garantizar el continuismo cada día más totalitario del régimen y descalabros muy penosos en supermercados y farmacias. Imagen categórica de un proceso degenerativo que ha venido destruyendo sistemáticamente a Venezuela a lo largo de estos últimos 15 años, hasta colocarla en su muy difícil situación actual, que a todas luces, inexorablemente, se le escapa de las manos a un Nicolás Maduro tan desconcertado que ni siquiera logró hacerse escuchar en Pekín.
Por supuesto, el primero de los golpes chavistas ocurrió el 4 de febrero de 1992, fecha de la frustrada intentona de Hugo Chávez contra el sistema democrático, todo lo deficiente y agotado que se quisiera entonces, pero proceso democrático al fin y al cabo, con sus mecanismos de rehabilitación intactos. Golpe que ha continuado en su labor devastadora hasta este fin de año, cuando a partir del 22 de diciembre el chavismo se apoderó en la AN, una vez más y sin contratiempo alguno, de todos los poderes públicos, comenzando por el mal llamado Poder Moral.
Después le tocó su turno al CNE, estructura esencial del continuismo, para dejar bien instaladas en su sitio nada más y nada menos que a Tibisay Lucena y a Sandra Oblitas. Un acto en que solo se sustituyó al supuesto representante de la “alternativa democrática”, Vicente Díaz, en verdad instrumento invalorable del régimen para poder jugar a su antojo con la voluntad de los electores, como aspiran a seguir haciendo con su sucesor en el directorio.
El último episodio de esta obscena seguidilla de trancazos inconstitucionales se produjo con la selección de los nuevos 12 magistrados del Tribunal Supremo de Justicia. Decisión como las otras perfectamente previsible desde siempre, gracias a la sinrazón de gestos como el infeliz disimulo de Edgar Zambrano, quien, estando presente en la AN a la hora de la votación, hizo que su suplente, que no estaba incorporado, cargara con la vergüenza de darle su voto a representantes del chavismo menos democrático. Como si con esa infantil argucia pudiera ocultar su enmascarada colaboración con el régimen, a cambio de unos pocos espacios de interés personal y beneficios materiales.
No obstante, el régimen no ha podido encubrir dentro ni fuera del país su bancarrota material y espiritual. El rechazo chino basta para medir la magnitud de ese desastre. En estos 15 años los gobernantes chavistas han realizado el milagro de hacer desaparecer millardos y billones de dólares sin rendirle cuentas a nadie, le han abierto de par en par las puertas del país a la hiperinflación, el desabastecimiento y la inseguridad, y han transformado estos días, que en todo el mundo son de alegría y desenfado, en un elogio masivo a la locura oficial y la miseria de la población.
Los tumultos y las riñas que a diario estallan en comercios y farmacias apenas son los signos más visibles de la indignante humillación que sufren los ciudadanos de todas las tendencias y reducen a Venezuela, nación que cada día lo es menos a pesar de que hasta hace muy poco era el espejo en que trataban de mirarse otros pueblos menos afortunados de la región, a un simple poblado bajo amenaza de colapso como casi segura opción presente y como preludio del abismo al que nos aproximamos ominosamente, sin que haya ya puertas que se les abran a nuestros gobernantes en ningún rincón del planeta y a la vista de golpes tras golpes tras golpes que nos condenan, sin remedio, a enfrentarnos al nuevo año con la certeza abrumadora de que solo podemos esperar lo peor.