Leopoldo López, el prisionero político más afamado del chavismo, cumplió en febrero su primer año entre las rejas de la cárcel militar de Ramo Verde, a unos 30 kilómetros al suroeste de Caracas. Este tiempo, y un juicio lleno de incidencias, ha sido suficiente tanto para convertir al exalcalde de Chacao y dirigente del partido Voluntad Popular (VP) en una causa célebre internacional de los Derechos Humanos, como para catapultarlo al primer lugar de las preferencias entre los votantes de oposición en Venezuela, solo disputado por el gobernador del estado de Miranda y dos veces candidato presidencial, Henrique Capriles Radonski, así lo publicó El País
EWALD SCHARFENBERG
El Gobierno de Nicolás Maduro, a través de la Fiscalía —a la que controla con riendas cortas—, atribuye a López la instigación de la oleada de disturbios que durante tres meses, de febrero a mayo de 2014, asoló a las principales ciudades de Venezuela y que se sofocó con un saldo de 43 muertes, más de 800 heridos y 3.000 detenciones. En particular, el Gobierno quiere demostrar que los discursos de López durante el lanzamiento del movimiento La Salida llevaron a varios jóvenes a iniciar un intento de incendio y causar daños en la fachada de la sede de la Fiscalía General de la República, en el barrio de La Candelaria, en el centro de la capital venezolana, el propio 12 de febrero, verdadero Día D de la insurrección callejera.
El caso llegó al Tribunal 28 de Juicio de Caracas. Su titular, Susana Barreiro, es una abogada joven, menuda, de pelo lacio y tez pálida, a la que se le hace difícil proyectar la voz en la Sala de Audiencias en el Palacio de Justicia de Caracas, un edificio levantado en los años 50 por la última dictadura militar que sufrió Venezuela y que de manera incompleta se intentó remodelar como sede de las cortes penales en los 90. Sobre la cara oeste del edificio, dos inmensas vallas con las imágenes de Hugo Chávez y Nicolás Maduro acompañan la consigna de “Chávez vive, la lucha sigue”.
La sala que sirve de escenario para el juicio oral muestra un decorado sencillo, propio de una burocracia impersonal. La rodean muros de formica de color beige. Adheridos a ellos y manuscritos, varios carteles advierten sobre las reglas que los asistentes a la sesión deben observar. Dos cuadros, uno con Simón Bolívar y otro con el escudo nacional, dominan el recinto desde el fondo. A la entrada hay una primera área para el público, con bancos de iglesia donde se pueden acomodar 20 personas, como mucho. Luego sigue una segunda zona con bancos, de superficie apenas menor, para la decena de abogados de la defensa, no solo la de López, también la de cuatro jóvenes, de entre 20 y 35 años de edad —Marco Coello, Christian Holdack, Ángel González y Damián Martín, todos detenidos durante los eventos del 12 de febrero—.
En el lado opuesto, los representantes de la Fiscalía, Narda Sanabria, Franklin Nieves y José Gregorio Foti. Los dos primeros llevan la batuta en el interrogatorio de los declarantes, que se sientan en un podio separado del salón por una baranda de madera. De Nieves se dice que está a punto de retirarse, y que ha aceptado de mala gana este caso, una última cucharada de purgante antes del merecido descanso.
Por modesta que sea, la sala parece obrar entre sus paredes el prodigio de la dilatación del tiempo. Los días de audiencia, López es trasladado desde Ramo Verde al centro de Caracas entre las tres y las cinco de la madrugada. La sesión debe comenzar entre las diez de la mañana y la una de las tarde. Pero invariablemente se retrasa sin que haya explicación oficial para ello. El día en que este reportero asistió, la audiencia empezó a las tres y media de la tarde.
Pero todavía hay más sobre la relatividad del tiempo: si al comenzar el proceso se daba largas al asunto —a veces transcurrieron dos semanas entre audiencias—, ahora se celebran tres a la semana, 120 horas al mes. El rumor es que se quiere condenar a López antes de que venza el período de postulación de candidatos a la Asamblea Nacional.
A pesar de los esfuerzos de los bien organizados familiares y allegados de López, la opinión pública apenas cuenta con información de lo que allí ocurre, como no sea a través de los esporádicos boletines de prensa del Ministerio Público, siempre sesgados. Diversas señas indican que el caso ha perdido interés para los medios. Los piquetes antidisturbios, los cortes de avenidas y, en general, las medidas de seguridad de los albores del juicio, se han relajado de manera ostensible.
Aun así, se trata del Monstruo de Ramo Verde, como el presidente Maduro se refiere a López para evitar nombrarlo. El Gobierno no quiere que quede constancia de ningún discurso para la historia por parte de López. Para asegurarse de ello ha conseguido que la juez ponga toda clase de obstáculos con tal de impedir el acceso a un acto eminentemente público como es, por ley, un juicio oral. No se permite que entren ni periodistas ni representantes diplomáticos. No se puede tomar nota y quien quisiera tuitear, por capricho o necesidad, no podrá hacerlo pues todos los equipos electrónicos son incautados en la entrada del lugar.
Al padre del acusado, Leopoldo López Gil, le ha sido prohibida la entrada desde que en febrero los alguaciles del tribunal descubrieron que grababa la sesión con unas gafas especializadas en espionaje, que llevan cámara incorporada.
Cuando habla Leopoldo López, quien ha pedido declarar en esta sesión, lo hace con voz clara y ritmo pausado. Se asoma alguien distinto al muchacho de mente despierta pero impulsivo que retratan algunos testimonios de colaboradores y adversarios, el joven de familia acomodada, caprichoso, que el oficialismo caricaturiza a veces como “predestinado desde la cuna para ser presidente”, pero otras demoniza como si de un curtido agente de la CIA se tratara.
El contrainterrogatorio al que lo someten después de sus palabras es ligero. La juez Barreiro le pregunta, por ejemplo, si los riesgos de los que advertía a sus seguidores en sus arengas antes del 12 de febrero, respondían a una conciencia previa por parte de López de la violencia que se iba a desatar. López, que estudió Derecho en la Universidad de Harvard, apela a una parábola para responderle: “Acá en todas las audiencias la juez hace un receso como a las seis y media de la tarde para que los abogados y todas las partes puedan ir a buscar sus carros y los estacionen dentro del Palacio de Justicia”, empieza la analogía, mientras hace un paneo con sus ojos por todos los asistentes, como calibrando las reacciones que genera la imagen que utiliza. “Eso lo hace la juez porque sabe que el centro de Caracas es una zona peligrosa y quiere dar la oportunidad a los demás de que busquen su carro y para que no tengan que caminar en esta zona más tarde. Ahora bien, si alguien no le hace caso a la juez, y no va a buscar su carro y después lo asaltan, a nadie se le ocurriría atribuirle responsabilidad a la juez por ese asalto, aunque ella conocía los riesgos”.