El problema de la política es que no parece semejarse a un sendero, que suena a una bucólica y serena avenida de árboles, sino que es la profesión más difícil y desalmada pero necesaria de cuantas existen. No tiene horario fijo y para hacerla bien, en concordancia con la más alta devoción por la polis, debe ser para toda la vida. Cada vez que alguien ocupa una posición de poder en el mundo, sus intérpretes se apresuran en contar cómo siempre soñó con ser primer ministro o presidente. No cabe duda de que sobran los soñadores y ni se diga los pesadilleros, al margen de que exista la palabra. La política no es un oficio dominguero ni de esparcimiento. Es dolorosamente total y cruel, escasean las almas buenas y proliferan aquellos que según apuntaba uno de los Medici, no se andan precisamente “con un rosario entre las manos”.
En el inventario de nuestras desgracias contemporáneas figura que luego del suicidio en primavera de la mayoría de nuestros políticos en 1999, el gremio se despobló. Para suplir el vacío, llegaron los aficionados. El rol empezó a ser desempeñado por empresarios, periodistas, dueños de medios o todo aquel que dispusiera de un micrófono, lo cual le hizo un daño tremendo a la actividad y explica nuestros desaciertos y gagueos. Los partidos fueron abandonados hasta nuevo aviso y prosperó la flor marchita de la antipolítica que sigue dando vueltas por allí. Pero también surgieron de la quemazón nuevos partidos y actores. Los políticos de Twitter y de TV corren el peligro de durar 140 caracteres o el panqué del maquillaje con que se les opaca el brillo porque la responsabilidad es tan compleja que no entenderla así lleva al fracaso y al daño a la polis. Hay un viejo dicho de los EEUU que dice así: “Si crees que los profesionales son costosos, espera a contratar a un amateur”. Sin embargo como están las cosas, cuenta con mi voto Chataing.
@kkrispin