La decisión del Presidente Barack Obama de calificar formalmente a Venezuela como una “amenaza para la seguridad nacional” de Estados Unidos escala el enfrentamiento entre el gobierno de Nicolás Maduro y “el imperio”. Los motivos de la decisión norteamericana permanecen en el misterio; asimismo, no se comprenden del todo las consecuencias jurídicas de esta “certificación”. Pero no es imposible que parte de la explicación resida en la pasividad latinoamericana frente a los encarcelamientos o desafueros de líderes opositores, la represión de manifestantes estudiantiles y empresariales, la censura a los medios, y el derrumbe de la economía venezolana. Obama quizás busca obligar a definiciones a países como Brasil, México, Chile y Colombia, que sin ser parte del ALBA, es decir la coalición chavista de la región, han mantenido un desconcertante silencio ante los atropellos recurrentes de Chávez y Maduro. Sobre todo, la operación norteamericana puede meter una cuña entre Caracas y La Habana, justo cuando al régimen cubano le importa más que nunca acelerar las negociaciones con Washington. Conviene recordarlo: sin Venezuela, Cuba se hunde, a menos que encuentre una tabla de salvación sustituta. La única disponible es la normalización de relaciones con Estados Unidos, en mi opinión imposible a corto plazo, pero en la opinión de muchos expertos, a la vuelta de la esquina.
Maduro reaccionó de dos maneras a la afrenta de Obama. Primero, pidió poderes especiales a la Asamblea legislativa, expidió nuevas leyes rehabilitantes, y movilizó al ejército y a las milicias en maniobras de guerra como si la invasión estadounidense fuera inminente: el viejo argumento de la agresión externa que justifica la represión interna. Segundo, buscó y consiguió el apoyo de UNASUR, una de las nuevas organizaciones regionales cuyos pronunciamientos son tan frecuentes como inocuos, y solicitó una reunión del Consejo Permanente de la OEA el 18 de marzo –día en que será electo el nuevo Secretario General- para vituperar contra la decisión de Obama y obtener respaldo latinoamericano. Más aún, se prepara para transformar la Cumbre de la Américas –a la que normalmente acuden EU, Canadá y todos los países de la región salvo Cuba- en un aquelarre retórico contra el “intervencionismo yanqui” en su país. Solo que esta vez en principio asistirán a la reunión de Panamá Obama y Raúl Castro; se darán la mano; se sentaran en la misma mesa y tal vez celebren una reunión bilateral, si logran destrabar las negociaciones sobre la apertura de embajadas en cada capital, y en particular eliminar a Cuba de la lista de países que según Washington apoyan el “terrorismo internacional.” No se ve claramente como el deshielo de Estados Unidos con Cuba se compagine con una confrontación verbal y política virulenta con Venezuela, en la que Cuba y sus aliados se verán obligados a tomar partido. Ya lo hizo el gobierno isleño desde La Habana., manifestando su apoyo incondicional a Maduro, pero con Obama en frente lo tendrá que pensar dos veces.
Pero tampoco se vislumbra una salida fácil para los países anti-intervencionistas sin ser pro-chavistas. No parece sencillo esquivar los escollos de Panamá sin comprometerse con unos o con otros. ¿Que harán los presidentes de Brasil, México, Chile y los demás países anti-intervencionistas pero no pro-chavistas que han aplaudido –con toda razón- la distensión entre Cuba y Estados Unidos? ¿Se unirán al estridente coro de Maduro, Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Kirchner acorralando a Obama en Panamá o repetirán el exhorto del Rey Juan Carlos I a Chávez: “¿Por qué no te callas?” ¿Tratarán de desactivar la trampa tendida por Maduro a Obama, o se resignarán a la ausencia del estadounidense si la celada se confirma?
Solo es seguro un vaticinio: los grandes países de América Latina no podrán hacerse de la vista gorda ante la tragedia venezolana, como ha sucedido hasta ahora. Gracias al aparente exceso de Obama, a la desesperación cubana por atraer inversiones, turistas y comercio, y frente al descalabro económico venezolano, producto de la incompetencia y de la caída del precio del petróleo, el tiempo de la indiferencia se agotó. Enhorabuena.
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Jorge G. Castañeda, ministro de Asuntos Exteriores de México de 2000 a 2003, es profesor de Política y Estudios Latinoamericanos y Caribeños en la Universidad de Nueva York.