La señora Luisa no llegaba. Era raro, siempre era puntual. Tampoco respondía las llamadas. Al cabo de tres horas de espera, cuando ya creíamos que no vendría, apareció. Estaba muy nerviosa. Allá en Chacaíto, donde tomaba la camionetica cada vez que venía, habían matado a un muchacho que estaba justo delante de ella en la cola. Sin mediar palabra, frente a todo el mundo, y a breves metros de un par de policías que reaccionaron “como en cámara lenta” –así lo relató Luisa- tres balazos le dieron en la cabeza un par de sujetos que iban en una moto de la que ni se bajaron… Luego siguieron como si nada. Nadie los persiguió, nadie pudo hacer más.
Luisa nos cuenta que apenas escaparon los homicidas, entre la confusión, la sangre en el piso y los gritos, llegó el “por puesto” que estaban esperando. Todos los que estaban en la cola se montaron en él, como autómatas, y allí se quedaron. Un par de personas comentaban lo sucedido, pero todos los demás guardaban silencio. Los policías, ahora sí “veloces”, les pidieron a todos sus documentos y se marcharon a verificar vaya usted a saber qué. Justo antes de bajar de la buseta, se volvieron para advertirles que apagaran sus celulares hasta que ellos regresaran. Nadie protestó.
A Luisa, para colmo de males, le tocó el puesto de la ventana justo al lado del sitio en el que el cadáver del joven desconocido yacía. Durante el tiempo que permaneció en tan macabra compañía, a pocos centímetros de ese charco rojo oscuro que, llegado un momento, no creció más, rezó como tenía tiempo que no lo hacía. Que la muerte lance uno de sus violentos hachazos tan cerca de ti no es cosa fácil ¿Y si una de esas tres balas hubiese errado el blanco y la hubiese matado a ella? ¿Qué sería de su hijo y de su madre, que dependían de ella? Luego de que les dejaron partir, siguió pensando en eso durante todo el trayecto.
Nos contó que su primer impulso, al darse cuenta de lo que había pasado, fue correr a su casa, pero que estaba tan nerviosa que se dejó llevar por el reflejo, al ver llegar inmediatamente el “por puesto”, de subirse en él para salir de allí. Sus palabras sonaban descoordinadas y temblorosas.
Tratamos de calmarla como pudimos, pero cuando ya empezaba a respirar con normalidad, estalló en llanto. Una mirada hacia abajo le había revelado lo que nosotros ya habíamos visto: Su zapato derecho, ella no lo había notado, había pisado al subirse al autobús la sangre que bañaba el piso… Se había traído a la muerte con ella.
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María estaba cansada. Le había tocado guardia desde el día anterior y no había dormido. El calor era insoportable, el uniforme se le pegaba al cuerpo y el ruido del tráfico matutino la ponía de mal humor. Le había tocado, justo ya antes de irse, hacer patrullaje a pie en la concurrida avenida. Cuando el Jefe de Guardia se lo había ordenado, ella había estado a punto de protestar, pero órdenes eran órdenes, y obedecer era más fácil que recibir un regaño. Estaba embotada, la falta de efectivos policiales y las difíciles condiciones en las que trabajaban le habían pasado factura. Sus horas de trabajo eran largas e ingratas, y su sueldo no compensaba, ni por asomo, sus sacrificios y esfuerzos. Menos ahora, que todo está por las nubes.
Empezó a recorrer la avenida, con su compañero, tratando ambos de estar pendientes de lo que pasaba a su alrededor y contando los minutos para que terminasen sus turnos. Todo parecía normal, conocían la zona y no veían nada extraño. Llegaron entonces a una esquina y allí se detuvieron.
Lo último que vio María fue a los dos sujetos que, adelantándose a los vehículos que esperaban que cambiase la luz del semáforo, se pusieron justo frente a ella y a su compañero y les dispararon. La bala le dio en la cabeza, y desde ese momento todo fue nada y oscuridad.
Tras perseguir al compañero de María, al que no lograron matar, los tipos se llevaron sus armas de reglamento y se fueron de allí tan rápidamente como habían llegado. Habían logrado su cometido.
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Irene estaba muy asustada. La mantenían acurrucada en el suelo de su camioneta. Sentía, eso sí, que iban a muy alta velocidad. Los tipos que la habían secuestrado hablaban entre ellos, pero Irene, hecha un manojo de nervios y de miedo, poco les entendía. Eran tres, todos armados. En su mente, más que sus rostros o sus facciones, lo que había quedado grabado era el hueco negro y circular de la pistola que le habían puesto frente a los ojos cuando la sometieron.
Al cabo de unos minutos, o de unas horas, o de unos segundos –Irene había perdido, como es usual en estos casos, toda noción del tiempo que pasaba- uno de los delincuentes le había dicho que si se quedaba tranquila no le pasaría nada. Primero, darían una vuelta por algunos cajeros electrónicos y sacarían de ellos, con sus tarjetas y sus claves, todo lo que se pudiera sacar. Varias veces le preguntaron si en su casa tenía caja fuerte y la amenazaron para que les dijera, pese a que trató de explicarles varias veces que ella no tenía, “dónde escondía los dólares”. También, tras hacerle mil preguntas sobre su situación económica, sobre el lugar en el que vivía, sobre su familia y sobre muchas otras cosas, le dijeron que irían hasta su casa a montar en la camioneta todo lo que pudieran llevarse.
Eso la asustó. Era posible que en su casa estuviese su papá, y ante lo que le estaba pasando nadie sabía cómo podría reaccionar. Les rogó que se llevaran todo lo que quisieran, que le quitaran a ella lo que les diera la gana, pero que no fueran a su casa porque su papá era un señor mayor y podría hasta morirse de un infarto.
“Nosotros somos serios -le dijo uno de los delincuentes entonces, jugando al “bueno” de la partida- si sacamos mínimo veinte palos de tus cuentas, rapidito eso sí, te dejamos tranquila mamita”. También se llevarían su celular, su camioneta y sus joyas, pero si no sacaban al menos esa plata en efectivo, tendrían que ir, la amenazaron, a “darle piso” al viejo.
El periplo fue eterno, al menos para Irene, pero tras ir de un lado a otro logró sacar, siempre acompañada por uno de los choros que le recordaba que si se “ponía cómica” la “quebraba de una”, 15000 bolívares con su tarjeta de débito y con sus dos tarjetas de crédito.
El peor momento fue al final. La llevaron lejos, a un terreno baldío por allá en Guarenas, y la bajaron del carro. Tras un instante de silencio, le ordenaron que no volteara y que caminara alejándose de la camioneta. Quizás solo pasaron unos segundos, pero durante cada uno de ellos Irene estuvo completamente segura de que la iban a matar.
Solo al cabo de unos minutos, cuando el silencio se hizo insoportable, tuvo el coraje de volverse hacia el sitio en el que la habían dejado. Estaba sola, se había salvado, pero nunca había tenido tanto miedo en toda su vida.
Mientras el poder habla y se ocupa de todo, menos de Venezuela y de nuestro pueblo, así transcurren nuestras horas y nuestros días. Así se vive en nuestra nación una semana cualquiera.