Lo primero que me llamó la atención fue que al salir de la terminal del aeropuerto no olía a nada. A nada especial, me refiero; solo aire. Cuando uno llega a un lugar tan extraño y remoto como Kirguistán imagina que hasta el aroma de la atmósfera tiene que ser distinto a todo lo antes conocido. Por fortuna esa fue la única idea preconcebida de Kirguistán que me decepcionó. El resto de expectativas que había colocado en mi mochila cuando me propusieron ir a un país tan extraño, que –por primera vez en mi vida viajera– tuve que recurrir a un mapa para saber dónde estaba, se cumplieron con creces.
Kirguistán es una de las cinco exrepúblicas soviéticas del Asia central, la tierra de los kirguís. Un pedazo de estepa surcada al norte por las imponentes montañas Tian Shan, con una densidad de población bajísima –27 habitantes por kilómetro cuadrado–, y del que en Occidente ignoramos casi todo, empezando por cómo se escribe su nombre: ¿Kirguiztán? ¿Kyrgyzstan? ¿Kirguizistán? ¿Kirguisia?
Pero si la grafía de su topónimo provoca desconcierto al viajero occidental más aún la produce la mezcolanza de rasgos y culturas que observa durante sus primeras horas en Biskek, la capital del país y ciudad más poblada, mientras completa los preparativos para la gran expedición hacia el interior. Kirguistán, como sus cuatro repúblicas hermanas ‘tan’ (Uzbekistán, Tayi-kistán, Kazajistán y Turkmenistán), ha sido tierra histórica de paso en plena Ruta de la Seda (turcos, mogoles, uzbekos…); si a eso se le añadimos más de 100 años de dominación rusa (primero zarista, luego soviética), la amalgama es digna de la Torre de Babel.
Hay momentos cuando deambulas por las calles de Biskek que crees estar en la extinta Unión Soviética; otras veces, al doblar la esquina, el decorado y el paisanaje cambian y entonces te crees inmerso en el decorado de una película mongola. Los rusos son la minoría y aunque ya no controlan el poder, siguen manejando muchos negocios.
Más allá del aprovisionamiento de las últimas necesidades para el viaje y de cenar en algún buen restaurante por última vez en días, Biskek no tiene nada de especial para el viajero; es una ciudad de corte racionalista y avenidas cuadriculadas trazada por los soviéticos.
Este es un país que se hace bello con la altitud; en los interminables espacios abiertos y vacíos de sus altiplanos. Esa verdadera Kirguistán empieza nada más tomar la carretera que sale hacia el sur, hacia Osh. La estrecha cinta de asfalto remonta las cuestas de un puerto de 3.400 metros en los que los renqueantes camiones y vehículos de origen soviético –coetáneos de la momia de Lenin– se las ven y desean para superar pendientes del 12%.Kirguistán sigue siendo un país pobre, con escasas infraestructuras, y los traslados por carretera hay que tomarlos con paciencia.
Paramos en algunos miradores, no tanto para deleitarnos con el paisaje como para dejar descansar el motor del viejo Lada. Mi chófer saca una especie de armónica de un solo tono que llaman os-komuz y ameniza la escena con una melodía monocorde, tan minimalista como la llanura herbácea que se abre allá abajo, al otro lado del puerto. El oskomuz es un instrumento muy típico entre los pueblos nómadas de estas estepas de Asia Central. Lo suelen acompañar con una guitarra hecha con hueso de caballo que usan en fiestas y danzas tribales.
Una vez salvada la primera elevación, la carretera se interna en una insondable llanura donde verdea la hierba y el cereal y donde pastan caballos y corderos. El horizonte, más que nunca, se hace infinito; el aire adquiere una pureza que hace daño en las fosas nasales y el azul del cielo parece pintado. Me invade una placentera sensación de libertad. En estos espacios abiertos y poderosos alejados de toda ruta convencional parece como si los problemas mundanos ya no existieran. Por acá y por allá se ven las primeras yurtas, las características tiendas cilíndricas de los nómadas kirguís. Los kirguís siguen siendo un pueblo agrícola y ganadero que se mueve durante el verano con sus rebaños en busca de pastos. Los soviéticos fomentaron la sedentarización por lo que quedan pocos nómadas puros. La mayoría de las familias tienen casa en un pueblo y suben a finales de primavera con sus rebaños de ovejas, vacas y caballos hasta los pastos de altura. En zonas más frías,como Sonkul, hay que esperar a que entre bien el verano porque aún queda mucha nieve y frío en lospasos de montaña.
Paramos la primera noche en una humilde casa de huéspedes cerca de Chon Kemin, a unos 160 kilómetros de Biskek. Todo el alojamiento en el interior del país es así de básico, pero casi lo agradeces porque es la mejor manera de entrar en contacto con este pueblo de gentes amables y de baja estatura, tocados con un ridículo sombrero de fieltro que parece una maceta al revés y que siempre están sonriendo. Cerca del pueblo se alzan varias yurtas y un señor que chapurrea el inglés se ofrece para enseñarnos la suya. La tienda está hecha con armazón de madera y cubierta por pesados lienzos de lana.
Me explica que la parte de arriba es un círculo de madera que se llama tunduk; que las vigas se llaman uuk y también están hechas de madera. Y que no son iguales los tapices tradicionales que cubren el suelo, llamados kiiz, que los que cuelgan de las paredes, que se denominan tuch kiiz. No vienen muchos extranjeros por aquí y a los kirguís les encanta tener contacto con los pocos viajeros que nos dejamos ver por sus aldeas. Ya no son nómadas puros, pero la hospitalidad de la vida en las estepas sigue estando arraigada en sus genes y es muy fácil que te acojan en sus casas, que te ofrezcan té y chak-chak (un postre con galletas, miel y pasas) o que simplemente intenten entablar conversación contigo preguntándote en un tosco inglés de dónde vienes o cómo te llamas. Pese a no tener apenas muebles, la yurta es acogedora y amplia; me cuenta que caben sin problemas diez miembros de una misma familia.
Una de las mejores experiencias que pude vivir en Kirguistán fue una ruta a caballo. El caballo es el mejor amigo del kirguís; su vida de nómadas se desarrollaba a lomos de sus monturas, que manejan con una presteza increíble. La imagen típica de Kirguistán sigue siendo la estilizada silueta de unos jinetes rompiendo la horizontalidad de la llanura, tocados con sus gorros de fieltro y siempre con una fusta enla mano para jalear a sus caballos. En cualquier reunión kirguís, ya sea un festival anual o una reunión de clanes, hay siempre un Ulak Tartish, uno de los juegos con caballos favoritos de las estepas asiáticas en el que los jinetes se diputan el cadáver de una oveja a modo de balón; hoy en día se suele cambiar el despojo del animal por una bola de trapos rojos.
Aprovechamos para hacer una excursión a caballo por el Parque Nacional de Chon Kemin, unos parajes de media montaña de tierras rojizas donde la erosión ha excavado profundas cárcavas. Avanzamos por lugares solitarios en los que se aprecia la verdadera fuerza de este país: una naturaleza intacta, sin apenas contaminar. La industrialización no ha llegado a Kirguistán y las gentes del mundo rural viven exactamente igual que cuando, en 1874, las tropas zaristas invadieron la tierra de los kirguís, en teoría con la aquiescencia del kan de Uzbekistán, que por aquel entonces dominaba el norte del país.
Al caer la noche, el guía nos hace desmontar, enciende una hoguera y prepara bebidas calientes y lagman, una pasta con salsa de legumbres y carne asada. Millones de luces tintinean en la bóveda oscura. Sopla una brisa fresca del norte y el aire se ha perfumado de fragancias desconocidas. La magia que envuelve la escena se nos queda grabada de por vida.
Al día siguiente seguimos el viaje por la soledad de las praderas en busca del lago Issyk-Kul. Al borde de la carretera veo precarios tenderetes hechos con cuatro palos donde se vende miel y cuajada de leche. Aparecen solitarios, casi fantasmales en medio de la nada, con media docena de pegajosas botellas encima de la mesa; pero si te fijas un poco más, siempre hay un niño vigilante no muy lejos, en la puerta de una yurta o sentado ante un rebaño de ovejas, presto a atender a los posibles clientes.
Allá a lo lejos, en el borde de la llanura, se divisan siempre unas cadenas de montañas nevadas. Se ven lejanas, como si nunca se acercaran. Pero hacia ellas avanzamos ahora. Por en medio aparecen colinas de media montaña con grandes valles erosionados de tierras de un rojo intenso, igual que por las que cabalgábamos ayer. Me sorprende la desnudez de las montañas, sin un árbol ni una piedra suelta; como si fueran de plastilina que alguien hubiera moldeado con ahínco.
Kirguistán es un país muy montañoso, con picos agrestes y bosques de coníferas muy tupidos. Le llaman, y con razón, la Suiza asiática porque tiene parajes bucólicos que parecen sacados de un cuento alpino.
Estamos ahora bordeando la ribera sur del lago Issyk-Kul, el segundo mayor lago de montaña del mundo tras el Titicaca (Perú y Bolivia). Este gigantesco mar interior es uno de los grandes recursos turísticos de Kirguistán y una de las zonas más visitadas. La poca infraestructura turística que existe en el país se concentra en torno a este estanque de aguas azules eléctricas que, como todos los grandes embalses de montaña, tiene una luz y un color especial. Estamos a 1.620 metros de altitud pero el lago permanece libre de hielos incluso en invierno.
Paramos en un balneario donde predominan los visitantes rusos. Los resorts ofrecen canoas para navegar por el lago y playas de piedra donde bañarse y chapotear. Un contraste curioso si te fijas que allá al fondo se yerguen ya picos de más de 7.000 metros vestidos con nieves eternas.
Hacia esa cordillera lejana nos dirigimos ahora. Son las Tian Shan, las ‘montañas celestiales’, una estribación del Himalaya que hace frontera entre Kazajistán, China y Kirguistán. Su cima en el Jengish Chokusu, que con 7.439 metros es el punto más alto del país. Ponemos nuestro campo base en un campamento de yurtas en Jeti-Oguz y desde allí, al día siguiente, hacemos un trekking por el fondo de un antiguo valle glaciar a través de un escenario colosal de altas cumbres, glaciares y seracs. De nuevo me veo inmerso en la grandeza de este país desconocido, en su rutilante naturaleza. Sientes la fuerza telúrica de ese plegamiento fabuloso, el quinto más alto del planeta; imaginas expediciones encordadas por esas aristas, epopeyas de escaladores capaces de ascender paredes verticales en las que escasea el oxígeno. El noreste de Kirguistán es la zona más abrupta y escarpada y, sin duda, más bella del país.
Al regresar, nuestras fuerzas están tan mermadas que paramos a descansar en un grupo de yurtas donde viven unos pastores. Los hombres nos ven tan agitados que nos prestan un caballo para llevar las mochilas y mandan a un niño que nos guíe hasta nuestro campamento y que regrese luego con la acémila. ¡La hospitalidad de las estepas! Junto con los paisajes, el contacto con este pueblo que ha vivido desde hace siglos con sus caballos, sus rebaños y sus yurtas desmontables en estos altiplanos es, sin lugar a dudas, lo mejor de un viaje por Kirguistán.
Mi periplo termina en Karakol, una ciudad de unos 75.000 habitantes en el extremo oriental del lago Issyk- Kul. No es que sea una gran urbe, pero después de días de yurtas y humildes B&B y de comer con familias kirguís, es una buena oportunidad de reencontrarse con la vida moderna e ir a un centro urbano (puede llamarse así) a comer en un restaurante sin necesidad de usar las manos como cuchara y tenedor. O dejar que tu estómago recupere los sabores cercanos en una pizzería.
Entro a un cementerio, una costumbre que tengo allá por donde viajo: los muertos siempre aportan mucha información sobre los vivos del lugar. Y compruebo que en Kirguistán hay mucho culto a la muerte. Además del nombre, en la lápida se graba casi todo el currículo del finado: en qué trabajó, su puesto en la sociedad, su riqueza, etc. Las tumbas no están orientadas a la Meca, aunque los kirguís son musulmanes, sino al camino de entrada del cementerio. Algunas tienen medias lunas, pero otras muchas aún lucen la estrella roja soviética. “Son de combatientes de la II Guerra Mundial, condecorados por algún motivo durante la época del dominio soviético”, me aclara mi chófer con ánimo ilustrativo.
Karakol tiene además algunos monumentos dignos de visitar. El más famoso es la mezquita de Dunghuan, un gran ejemplo de la arquitectura chino-musulmana de la época de la dinastía Qing, construida en 1910 completamente en madera y sin usar un solo clavo. Más fotogénica aún es la iglesia de la Santísima Trinidad, un templo ortodoxo ruso del siglo XIX coronado por cinco elegantes cúpulas doradas. Los amantes de la historia de las exploraciones disfrutarán también en el memorial y museo de Nikolaï M. Prjevalski, un explorador y militar ruso que fue el primero en adentrarse en estas regiones del Asia Central y llegar hasta Tibet.
Mi última reflexión es la siguiente: si bien yo, ciu- dadano del siglo XXI, me ha parecido agreste y exó- tico todo este mundo de las estepas asiáticas, puedo imaginar –y por supuesto envidiar– el estado de con- tinua sorpresa en el que se encontraba durante su hazaña viajera el decimonónico aventurero Nikolái Przewalski por estos mismos escenarios.