¿Cómo contar la relación de un chico con la belleza femenina, un tema tan central en nuestras vidas, sin parecer un idiota machista?
Empezar hablando de Kim Kardashian no es un buen comienzo. Si hay que hablar de Kardashian siempre será más cómodo abordar su historia como un fenómeno mercantil: Frases del tipo: Kim Kardashian ingresó 28 millones de dólares el año pasado sin, aparentemente, trabajar en nada concreto. ¿De dónde llegan sus ingresos? He estado buscando: Kardashian recibe dinero por sus bolos en televisión, por asistir a eventos, por las ventas de ropa y cosméticos y, en un proporción aún pequeña pero al alza, venta de publicidad (más bien encubierta) en redes sociales. Cuando Kim deja caer en su instagram que qué estupendo su nuevo pintalabios, está haciendo negocios. También SERÍA sencillo jugar a científico social: ¿qué dice Kim Kardashian de nuestro mundo líquido y posmoderno? ¿De la sexualidad, de la relación con nuestros cuerpos, del feminismo? El otro día, alguien escribía que Kim Kardashian era una heroína feminista de nuestro tiempo, un equivalente moderno de las hermanas Brontë. Bueno.
¿Pero y la belleza? ¿Quién querría hablar de la emoción o la indiferencia que le provoca Kardashian sin quedar como un hombre vulgar, como un esnob o como las dos cosas a la vez?
Me acuerdo de una frase: “La abuela Mercedes era un bellezón de joven”, se decía en casa con alguna frecuencia. “La abuela era un bellezón y el abuelo, un hombre feo pero muy inteligente y muy culto”, se recitaba, de acuerdo con una fórmula clásica que entonces me parecía muy natural pero que, lo comprendo ahora con una sonrisa de ternura, es un poco impresentable: la guapa y el listo, bella y bestia son.
La prueba de la belleza de Mercedes era una fotografía suya, calculo que de 1932 o 1933, en la que la abuela llevaba una banda sobre el pecho en la que se podía leer, ejem, ejem, ‘Miss Deportivo Alavés’. Y la prueba era la banda, porque la muchacha de la foto no me parecía bonita. Una cara redonda con rasgos de muñequita más bien insulsos y, eso sí, un pelo a lo chico que le ponía un poco de audacia al asunto. No reconocía la imagen de mi abuela setentona en aquella chica, ni me parecía que ésa fuera la idea de belleza que tenía en la cabeza. Mucho más atractiva me pareció su hermana, la tía Blanca, en una foto que apareció años después, cuando murió Mercedes. ¡Si se parecía a Ingrid Bergman! Nunca conocí a Blanca y creo que mi padre no la vio más de una o dos veces. Su leyenda era la de una mujer de carácter endemoniado, colérica, quizá promiscua (no hay datos claros) y con tendencia a meterse en líos en los casinos. Alguna vez leí algo sobre el trastorno bipolar y pensé que ése era el caso de la pobre Blanca. Pero entonces mi mujer, la madre de mi hija, me preguntó si el trastorno bipolar tiene componente genético y dejé de imitar a los psiquiatras.
Perdón, tiendo a la digresión. La conclusión de aquellas fotografías era que Mercedes era un poco poca cosa para poder presumir de ella y que su encanto era antiquísimo a esas alturas de los años 90. Por entonces, era un crío dócil que no quería romper con la cultura de mis padres. Y dentro de eso que llamo la ‘cultura de los padres’ estaba un canon de belleza femenina muy claro que, sorpresa, coincidía con el aspecto de mi madre. Si alguna vez lee estas líneas, Mamá dirá que soy idiota, pero una de las ideas más nítidas con las que crecimos en casa era que, de todas las mujeres guapas que en el mundo hay, sólo las flacas, morenas y ligeramente andróginas merecen nuestra verdadera admiración. Mi madre lo era, con 25 años más sigue siendo así.
¿Qué puedo decir de esa idea? Lo primero, lo más obvio, es que crecimos sin ninguna imagen parelela sobre la belleza masculina. O quizá sí, porque ahora recuerdo que, hace no mucho, mi hermana se encontró con una foto de mi padre con treinta y tantos y cayó en que, de alguna manera, se parecía a su novio. Debería preguntarle.
BUENOS HUESOS
Lo segundo es que esa idea tenía un matiz clasista. Intentaré explicarme: mis padres han sido profesionales liberales, universitarios con tendencia a arruinarse pero más o menos sofisticados. Y aunque esto no se diría jamás con palabras, estaba en el aire que a la gente como nosotros nos gustaban las mujeres con el pelo corto y los omoplatos marcados, las que parecían sacadas de las películas francesas (películas que, en realidad, no empecé a buscar hasta que me fui a estudiar a Madrid, algunos años después). En cambio, las chicas rubias y monas gustaban a aquellos que eran más ricos y más incultos que nosotros y las mujeres de grandes pechos y caderas… Ésas eran, en fin, podían ser guapas, pero eran otro tipo de guapas.
Me viene a la cabeza un elogio que escuché muchas veces de mis padres (también de mi madre) en esa época y que me sonaba muy refinado: “Esta mujer tiene buenos huesos”.
Otra idea que me viene a la cabeza: aquella imagen un poco pija de la guapa como Anna Karina en ‘La chinoise’ tiene mucho que ver con una idea del feminismo que hoy nos parece antigua. Alguna vez lo he hablado con mi madre y lo recordé hace poco, cuando leí las memorias de Kim Gordon (Kim Gordon sólo tiene un año menos que mi madre, siempre me ha asombrado ese dato): para las mujeres de su generación, para las que fueron a la universidad y quisieron ser buenas profesionales, la manera de ser feminista consistía en ignorar el hecho de que eran mujeres. Bebían y fumaban “como tíos”, trabajaban “como tíos”, se reían con las bromas “de los tíos”, vestían “como tíos”, expresaban su afecto “como tíos”… Los pechos grandes les estorbaban, igual que los collares y las melenas y, a veces, la maternidad. Aún hoy tiendo a sentir simpatía por esa manera de estar en el mundo pero no ignoro que es más divertido verlo desde fuera que vivirlo desde dentro.
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