Las elecciones del 6 de diciembre pueden significar el cambio necesario para la reconciliación en el país o la continuidad del oficialismo desbocado y erróneo. Nicolás Maduro debe renunciar a los discursos amenazantes porque ya va siendo hora de ejercer como el presidente de todos los venezolanos. ¿Para eso lo eligieron o no? La pregunta es si entendió esto, y si además del pajarito chavista tiene o puede tener algún águila democrática dándole vueltas alrededor.
Venezuela está sumergida en la más grave, en la mayor crisis social, económica, jurídica, de seguridad ciudadana y de libertades básicas; aun peor, una crisis de confianza y decepción. El país está urgido de un Gobierno que “tutele”, que dirija, que deje de lado la manía de buscar culpables fuera de su área de responsabilidad y que las más de las veces ni siquiera tiene la culpa.
Se ha hecho urgente para el país y el presidente abrir un espacio de diálogo con la oposición y con los sectores productivos para intentar enfrentar los desafíos con una visión de los intereses generales de todos los venezolanos y no solo de una parcialidad. Un diálogo capaz de reconciliar a una sociedad fracturada que sufre el fracaso y el sectarismo de los gobernantes durante ya demasiados años. No un dialogo politiquero para buscar frases felices y titulares de prensa, sino un dialogo de mutua cooperación, sincero, un dialogo donde las partes no busquen lucirse sino aportar.
La inseguridad ciudadana -ni hablar de la jurídica- se está convirtiendo, tras el desabastecimiento alimentario y medicinal, en la preocupación absoluta del pueblo que se siente indefenso ante los asaltos, secuestros, robos y asesinatos. Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo, incluidas las muertes de servidores públicos de las fuerzas policiales. El Gobierno propone cada cierto tiempo un nuevo plan de lucha contra el crimen que domina las calles, pero han sido planes para las ruedas de prensa, ninguno ha tenido resultado que mejore el ambiente, al contrario.
Como es del conocimiento público hay una crisis institucional. El Gobierno, que ha hecho de todos los poderes parte del ejecutivo, lo único que ejecuta a diario son declaraciones con promesas que ya nadie cree y con acusaciones responsabilizando a otros de sus fracasos.
La Asamblea Nacional no ejerce sus funciones constitucionales de control de la acción de Gobierno ni de investigar situaciones y desarrollar leyes, sino que se limita a discursitos ampulosos y obedientes y a inventar burlas y aspavientos para bloquear las voces de la oposición y evitar críticas a los errores y la inacción del Gobierno. La Asamblea Nacional no supervisa al Gobierno que, por su parte, no discute sino que ordena a los demás poderes y a la justicia, incumpliendo las normas que garantizan un proceso transparente.
Y todos esos poderes que piramidalmente obedecen al pináculo psuvista, tampoco se sienten en la necesidad de respetar las normas internacionales de obligatorio cumplimiento para el Estado venezolano pues son parte integrante de la propia Constitución de Venezuela; pero, como ella misma toda esa estructura legal esencial es interpretada y violada a conveniencia. Lo que todos esos funcionarios obedientes y cómplices no terminan de entender es que su relación con esas normas no termina cuando ellos cambien de cargos: es de por vida hasta que los niveles judiciales adecuados los liberen, o los sancionen. ¿Se acuerdan del general y ex tirano chileno Augusto Pinochet puesto contra la pared y a punto de cárcel en Inglaterra por la acción de un juez español que actuó por demanda de un ciudadano chileno? Los altos chavistas militares, civiles, fiscales, jueces, ministros, negociantes, y demás variedad deberían mirarse en ese espejo y preparar chequeras para pagar abogados muy costosos.
Las convocatorias de elecciones siempre abren esperanzas de cambios. En esta oportunidad las parlamentarias de diciembre próximo tienen particular interés porque el oficialismo las ha dominado los últimos 15 años y por primera vez la oposición tiene chance serio de ganarlas. Ahora bien, para que la contienda electoral sea justa se deben tener condiciones mininas que lo permitan, las instituciones deben garantizar que exista la presencia de observadores creíbles. Y sobre todo debe garantizar la libertad de representación.
El gobierno nacional no puede seguir ocultando su fracaso inventando conspiraciones del “imperio”, de la extrema derecha interna e internacional, o del “eje Madrid-Bogotá-Miami”. ¿Se imaginan ustedes a Obama desestabilizando a Venezuela mientras trata de normalizar las relaciones con Cuba? ¿Les parece creíble ese cuento que repiten y repiten hasta el hastío? La realidad es que es una estrategia de distracción que ha fracasado rotundamente, al Gobierno que presiden Nicolás Maduro y Diosdado Cabello nadie le cree. Ni siquiera la mayoría de los chavistas serios y los que lo son por conveniencia.
Los ciudadanos aguantan sin esperanzas las largas colas para acceder a los alimentos o las medicinas que necesitan, y con absoluta razón se molestan –cada día más y más, cuando las ven acaparadas por los corruptos en el mercado negro a precios inaccesibles. No funciona la producción nacional, ni es suficiente la importación, ni hay eficacia en la distribución de estos bienes racionados. Los salarios están siendo devorados por una inflación desaforada sobre la cual las autoridades económicas ni informan, como es su obligación constitucional, ni saben cómo manejar. Ese torpe silencio lleva a mayor anarquía, al desconcierto y la facilidad de especulación que permite que algunos analistas sitúen el índice de inflación en 140%, otros en más de 150% y muchos pasados 200%. Nadie, ni los más partidarios del Gobierno, desconocen que un dólar vale más de 800 bolívares en la calle, que es donde vive o sobrevive la gente, y no la ficción oficial de Bs. 6,30 por dólar o 12 o 199, en fin, pura ilusión, que ha llevado a un Gobierno sin ideas a la estupidez de creérsela. Como el Presidente Maduro y su esposa en una esquina de Nueva York, perdidos, desconcertados, ignorados.
El aparato productivo del país ha sido destruido -como política de estado- en un sin sentido de ocupación por un Estado ineficiente y corrupto. En nombre de la “revolución” han liquidado lo público y lo privado, desde PDVSA a la industria del acero, pasando por la producción alimentaria o la de medicamentos. Incautando lo que funciona y estatalizándolo han conseguido que todo se paralice, que la productividad desaparezca, que lo único que prospere sea la “boliburguesía” depredadora de los recursos y, ahora, de la escasez y la pobreza.
La democracia es el sistema menos malo que existe. No garantiza un buen gobierno, -Venezuela es un ejemplo vivo de ello- pero sí permite al pueblo cambiar al Gobierno cuando le falla o simplemente no le gusta. La democracia se legitima en origen por el voto ciudadano, pero se deslegitima en el ejercicio de sus funciones porque se requiere que cumpla con sus promesas y programas. Y por supuesto, con una Asamblea que lo controle y elabore leyes para todos y no sólo contra algunos, que se respeten las minorías, que la división de poderes exista, sea fuerte y se fortalezca siempre en el tiempo, que vivan las libertades de opinión, información y en general todas que se garanticen en la Carta Interamericana de los Derechos Humanos y en la Constitución Nacional.
¿Estamos entonces en fase terminal?
La realidad diaria, el hartazgo de los ciudadanos y la percepción así lo indican pero siempre hay esperanza y renunciar a ella no parece ni sano ni inteligente. Hay muchísimos que son de la teoría de votar para arreglar esta situación otros por el contrario, piensan que votando en las elecciones se legitima este régimen.
Confieso con honradez que no tengo respuesta para semejante dilema porque en ambos lados de la moneda hay muchas, muy respetables y mejores razones que sostienen sus argumentos. Lo único que me atrevería a expresar, es que demos un chance al tiempo y evaluemos como se desarrollan los acontecimientos para luego tomar una decisión con más información y más concienzuda. Sin embargo, también dicen muchos: Eso de “legitimar votando o no votando” es una vieja y perniciosa especulación errónea en la cual ya caímos una vez y cuyas nefastas consecuencias seguimos pagando.
La naturaleza, esencia y condición de la democracia está en que la derrota -de quien decida el pueblo- sea admisible, la victoria aceptada y las diferentes opiniones respetadas.
@ArmandoMartini