El genio más grande de la humanidad adoraba navegar, aunque nunca aprendió a nadar. Pasó cientos de horas surcando las aguas en solitario a bordo de diferentes barcos. Hoy en día pocos marinos se percatan de que sin la teoría de la relatividad hoy no existiría la navegación con GPS.
Por Enrique Romay para Mundo Naútico
Einsten describió cómo se mueven los objetos y cómo les afectan las fuerzas que actúan sobre ellos. Desarrollado tras su muerte, los físicos lograron establecer los parámetros que hacen que, con tan solo el movimiento de un dedo, sepamos con precisión en qué parte del mundo estamos.
Sobre la vida marinera del físico alemán hay muchas anécdotas. Una de ellas, contada por su hijo Hans Albert, es como sigue: Einstein había invitado a la también famosa científica Madame Curie a navegar en su velero Tümmler por el lago Leman en Suiza. El viento apenas pasaba de los diez nudos. Sin embargo, y como en los lagos de montaña las condiciones atmosféricas cambian de repente, una incipiente tormenta de verano cayó sobre ellos. La señora Curie le preguntó nerviosa:
-No sabía que usted fuese un experto marino.
A lo que Einstein respondió:
-Yo tampoco.
-No, lo digo porque si el barco volcase, yo no sé nadar.
Einstein, sin dejar de mirar hacia proa y sosteniendo con firmeza el timón, dijo:
-Pues yo tampoco, querida señora.
Y, aunque era verdad que no sabía nadar, conocía bien los lagos, pues había aprendido a navegar en ellos cuando estudiaba en la Escuela Politécnica de Zurich. Fue en esa época cuando descubrió su pasión por la vela; que jamás le abandonó.
Einstein mantenía como principio que cualquiera que embarcase con él tenía derecho a equivocarse en las maniobras dos veces; a la tercera, se ponía de mal humor. Decía que el hombre debe aprender de sus errores, y quien no lo hace, es un perfecto idiota, y por lo tanto no digno de navegar con él.
Su barco más querido fue el Tümmler, un velero de siete metros de eslora construido en los astilleros Berkholz de Gärsch. Podía dar veinte metros cuadrados de velas al viento, y acercarse a la costa hasta lugares donde solo había cuarenta centímetros de agua gracias a su quilla abatible. Iba equipado con un motor de dos cilindros que, según él, sonaba como una máquina de coser. El velero fue un regalo de sus amigos al cumplir los cincuenta. Sin embargo, solo pudo disfrutarlo cuatro años, hasta que los nazis se lo confiscaron por su condición de judío cuando Hitler llegó al poder. Aseguraba que era el objeto más preciado que había dejado en Alemania.
Ya en los Estados Unidos, donde viviría el resto de su vida, compró otro velero de diecisiete pies al que le puso el nombre hebreo de Tineff. Hacía singladuras por los lagos Carnegie y Saranac, ubicados cerca de Rhode Island en la costa este norteamericana, sobre todo en primavera y verano.
En 1944, navegando con unos amigos por el lago Saranac, se empotró en un arrecife. El velerito volcó, y como no sabía nadar, estuvo a punto de morir ahogado enganchado entre la botavara y la vela mayor. Por fortuna, un barco de motor les vio y acudió en su auxilio. En 1953 su compañera Johanna Fantova declararía a un diario: “Albert no está demasiado bien de salud, pero continúa abandonándose a su gran placer: la vela. Jamás le veo más contento y de mejor humor que cuando está en su velero, a pesar de ser un barco increíblemente primitivo”.
Durante toda su vida Einstein no dejó de repetir que practicaba la vela porque con la misma, hacia poco esfuerzo en comparación con el enorme placer que obtenía.
Su filosofía vital no es diferente a la de muchos navegantes solitarios, incomprendidos pero felices. “No lamento vivir al margen de la comprensión y simpatía de otros. Estoy seguro de perder algo en ello, pero me compensa mi independencia de las costumbres, opiniones y prejuicios de los demás, y no siento la tentación de abandonar mi paz espiritual por unos fundamentos tan quebradizos”, expresó.