Castro lleva más de medio siglo practicando en Cuba el método de la eliminación física de todo disidente. Los fusilamientos a su llegada al poder fueron recibidos por muchos como justicieros porque supuestamente se aplicaban a criminales que desde el poder habían incurrido en los delitos de homicidio, robo, torturas, privación ilegítima de la libertad y agregue usted, cualquier otro que imagine pueda imputársele a un batistero: secuestro, estupro, violación.
Pero al correr del tiempo para hacerse acreedor a la pena de muerte ya no se necesitaba ser batistero, bastaba con querer abandonar la isla para que la metralla acabara con la vida, o acabara con la balsa dejándole al mar completar la faena de darle muerte. Treinta años después Castro necesitó de un juicio amañado para el fusilamiento del general Ochoa, algo semejante a lo que ha pretendido 25 años después de aquel juicio el usurpador con Leopoldo López, solo que su farsa judicial ha quedado expuesta.
Esto que he descrito, por supuesto no es exclusividad castrista, lo practicó Stalin, Mao, Kim Il Sung, Pol Pot. Pero ahora el usurpador a diferencia de Castro, que vio en el deseo de escapar de los cubanos un delito que acarreaba pena de muerte, ha visto en nuestra voluntad de permanecer en el país y combatir su régimen, hasta desalojarlo del poder y ofrecerle a la población trabajo de hombres libres y no de esclavos, el mayor de los delitos, el que acarrea pena de muerte, pero no nos puede fusilar.
No tiene el valor para hacerlo, pero sí el deseo, ese mismo que le producía a Guevara satisfacción, por eso necesita el teatro, no en vano se dice heredero del teniente coronel cuyas mayores distinciones mientras sirvió en el ejército las obtuvo actuando, en representaciones. Con la venia de Churchill: “no nos rendiremos jamás”.
Caracas, 27 de noviembre de 2015