Lapatilla
Debemos hacer un alto en el camino y con humildad postrarnos ante la historia para entender su mandato. Algo gigantesco que supera la imaginación ocurrió el 6D. Una revolución que se nos vendió como eterna fue destronada por la voluntad de un pueblo que se expresó en forma diáfana, pacífica y contundente. Y lo hizo con las reglas del juego del contrincante.
El otro gesto fundamental de ese día fue el de nuestros soldados quienes leyeron correctamente tanto sus encuestas internas como la voluntad del pueblo. De ellos trascendió un mensaje transparente: Estamos con la Constitución. No aceptamos fraude.
A nadie conviene una confrontación de poderes. Lo lógico sería un esfuerzo mancomunado para enfrentar los acuciantes problemas del país. Pero corresponde al gobierno marcar la pauta. Este puede escuchar la voz del pueblo o puede, como lo viene haciendo, lanzar patadas de ahorcado que terminen con su ya maltrecho prestigio. Quizá es solamente la reacción desesperada de quien teme ser usado como cabeza de turco por sus propios partidarios.
“La voz del pueblo es la voz de Dios” repetía Chávez hasta la saciedad. Esa voz debería ser escuchada por quienes aún conservan el Ejecutivo, a riesgo de que ese mismo pueblo termine tronando su inconformidad.
El pueblo manifestó su malestar por cosas concretas: Por la inflación, por la escasez, por la inseguridad, por las colas, por el deterioro de la salud, por la caída en el nivel de vida después que se les había vendido el paraíso socialista, por la corrupción, por los escándalos en torno a las drogas. Poco importó a los venezolanos el mensaje dogmático y populista de una revolución que saturó los medios de comunicación con una propaganda multimillonaria.
“Con hambre y sin empleo, con Chávez me resteo”, solía repetir el slogan de las campañas chavistas. La realidad ahora es diferente. Sus viejos partidarios no estuvieron dispuestos a restearse, ni se tragan el cuento de que Chávez vive. Quieren un cambio.
Enfrentado a la imposibilidad de cumplir ninguna de sus promesas en medio de una de las peores crisis económicas de nuestra historia, el presidente Maduro no fue capaz de asumir su responsabilidad de estadista y explicarle al pueblo -que quizá lo hubiera entendido- las verdaderas razones de tan profunda crisis. Optó por culpar de todo al imperio o a una supuesta “guerra económica”. Pero el pueblo no es tonto. Todos saben que más de 4 millones de hectáreas que antes eran productivas (y ahora no lo son) fueron expropiadas. Saben que antes exportábamos arroz y que ahora no se consigue. Infinidad de empresas agroindustriales también fueron expropiadas entre ellas las mayores torrefactoras de café del país y ahora no hay café. Nada se consigue. Agroisleña, que desempeñaba un rol fundamental en el sector agrícola, fue torpemente desmantelada y, en fin, prácticamente nadie se salvó en ese festín de destrucción al cual se lanzaron unos revolucionarios embriagados de Marx pero profundamente ignorantes con respecto al funcionamiento de una economía. Remataron su obra negando dólares para importar materias primas y aplicando exhaustivos controles de precios que ahuyentaron en estampida a los productores. He ahí la sencilla explicación tras la supuesta “guerra económica”: Nadie produce para perder.
Pero no sólo fueron los temas económicos y los vinculados a la inseguridad rampante los que condenaron al oficialismo a tan humillante derrota. También otros factores calaron profundamente en el corazón de los venezolanos, siempre sensible ante la injusticia.
Tres valientes mujeres, Lilian Tintori, Mitzi Capriles y Patricia Ceballos, recorrieron Venezuela y el mundo explicando la injusticia que se cometía con sus esposos y con todos los presos políticos. Ese mensaje que ellas encarnaron penetró a fondo en la conciencia del pueblo.
Maduro está a tiempo de corregir el entuerto decretando él mismo una amnistía para los presos políticos. Eso lo ayudaría; pero opta por el camino de confrontación al anunciar: “Los asesinos de un pueblo tienen que ser juzgados y tienen que pagar”, y anuncia que no aceptará una Ley de Amnistía que apruebe la Asamblea Nacional. Nadie cree que esos presos políticos sean asesinos. Más aún, no faltará quien le saque en cara el sobreseimiento del comandante Chávez después de un sangriento golpe de estado. Si aquel sobreseimiento se justificó, ¿cómo es que ahora no se justifica una amnistía?
El oficialismo recibió un contundente mandato del pueblo: enmendar el rumbo. Por el tortuoso camino de la confrontación y con trapacerías como las de tratar de designar magistrados de última hora sin cumplir con los procedimientos, no lograrán otra cosa que entrar en una barrena política. Y es que la política puede ser artera pero también es un arte sutil. No es muy sutil que quien ha sido tan tajantemente derrotado pretenda imponer condiciones a mazazo limpio.