Te voy a contar un cuento. Hay un país en el mundo llamado Venezuela. En su extremo sur, hacia la Guayana, se encuentra la selva. Y en su interior, hay inmensas formaciones rocosas llamadas tepuyes.
En uno de ellos existe una inmensa caída de agua, dulcísima y fresca. Dicen los antiguos que esa agua viene del propio cielo. Tan alto es, que al caer el agua se convierte en lluvia y después en garúa y cae como lágrima de ángel, resplandeciente y fina.
Le dicen Salto Ángel. Para llegar a ese esplendoroso y telúrico lugar. Para verle de cerca, lo más cerca, hay que recorrer al menos dos largos ríos. Uno tiene aguas calmas y límpidas. Le llaman el río Carrao. Ancho y silencioso es su deslizar. Por curiara, desde el poblado de Canaima, frente a la laguna del mismo nombre, es un paseo mañanero colmado de luz y sombra.
Después el río se hermana, más arriba, con el caudaloso y ruidoso Merú. La curiara remonta sobre olas negriamarillas que se estrellan contra rocas y maderos. Son horas de navegar mientras solo el sonido del motor se escucha y el viento acaricia el rostro que despierta entre el verdor de una selva que se cierra y se muestra en su espeso y diverso verdor. Tenues verdes que se oscurecen en sus gradaciones. Y es selva espesa y cielo azulado y agua que salta en gotas frías que mojan y refrescan.
Después, hay un sitio donde bajas y miras el agua de un rojo resplandeciente. Brilla el agua mientras los rayos del sol se multiplican en las inmensas hojas de gigantescos árboles. Mientras caminas, tierra adentro, la raicidad es suelo y tierra fangosa donde resbalas mientras subes y apenas logras ver pedazos de cielos. Las copas de los árboles son un impresionante techo de hojas, palmas, lianas, por donde se cuela la luz de una mañana que semeja el atardecer.
De pronto, de lo más lejos, escuchas el sonido de un agua. El paso y el corazón se aceleran. Buscas la altura. Subes por inmensas rocas por donde antes otros estuvieron. Pisas sobre las huellas de quienes también pisaron. Tocas. Acaricias y te apoyas sobre el tronco de árboles centenarios, piedras milenarias.
Mientras más avanzas el ruido se hace más fuerte y constante. Y entonces, después de varias horas de camino, de silencioso andar. Ya exhausto, cansado, agotado y lleno de humedad, divisas en la lejanía, hacia un inmenso acantilado, la maravilla de un ser, una existencia pétrea, inmensamente hermosa.
Entonces ya no es la mente la que impera en ti. Es el corazón, es la piel, es la sangre y la carne que se conmueven. Los ojos se abren y se alargan. El oído escucha una aguda voz que viene de lo hondo. Y la piel recibe lágrimas de un dios, una deidad, un señor todopoderoso, un amoroso arquitecto universal que abraza y colma.
El Salto Ángel tiene vida. Es una presencia eterna que fluye desde su inmensa mole granítica, una energía transformadora. Renueva el alma mientras deja caer su agua, que es un bautizo de cuerpo y alma.
Así, señalado, tocado desde la inmensidad acuosa entonces te alegras, te sientes renovado porque un dios te acarició. Ese es nuestro señor. Acaso el misterioso Amaliwaká que un día se internó selva adentro y juró volver para proteger su estirpe y nuestra heredad.
Si observas detenidamente la montaña verás cómo se revelan rostros, perfiles, ojos, bocas, frentes, labios y semblantes de antiguos seres que han quedado como fotografías de un álbum familiar.
Es un descomunal templo, un gigantesco palacio místico, mil veces más impresionante que una mezquita, que una iglesia o que una sinagoga.
En ese sitio la humanidad entera puede elevar rezos, oraciones. Meditar mientras sientes que estrechas tus lazos de humana solidaridad y tu consciencia, tu visión ecológica se nutre y se expande.
Después, ya satisfecho, colmado de infinita amorosidad, desciendes. Bajas. Y es un silencio que te atrapa. Caminas tu descenso pensativo. Acaso meditando mientras un dios te acompaña y sabes que nunca más te abandonará. Sabes que la bondad, la rectitud y la templanza son marcas que quedan grabadas en tu alma y en tu sangre.
Te das cuenta. Sabes. Te cercioras. Tomas consciencia de tu venezolanía. Que eres heredero de una inmensa, descomunal riqueza, que no es tanto material como espiritual. Sabes entonces que eso se llama cultura y que debes ser consecuente, estar a la altura de esa trascendental responsabilidad. Tan alta como esa distancia que viste en el salto.
Al menos ir una vez en la vida es el deber moral, espiritual de todo venezolano. Visitarlo. Venerarlo. Hablar de él. Peregrinar a su santuario. Elevar plegarias, rezos, construir parábolas para tenerlo siempre presente. Es él, Salto Ángel de nuestra eternidad.
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