“Bueno, y ya que no votaron por mi y mis candidatos a diputados, no habrá más viviendas. Y no porque no haya real, que lo hay y mucho, sino porque mal puede la revolución estarle regalando casas y apartamentos a quienes le pagan tan mal”.
Frase que, no obstante su brutal ingenuidad, expresa una verdad que, si se ignora, es porque es difícil de creer: para las dictaduras –y en especial las socialistas y revolucionarias-no existen las viviendas y los almuerzos gratis, pues deben pagarse con apoyo al dictador y sus políticas, que siempre son represión, hambre y violación de los derechos humanos.
Maduro, entonces, desde ese día, empezó a comportarse como un domador, de los que enseñan -con el látigo en una mano y el mendrugo en la otra- a fieras y rebeldes que, si obedecen órdenes y señales hay comida, y si no, latigazos.
Infamia que, aplicada a la realidad social de un país, no puede admitirse sino con un grito de horror, pero que es la que vivimos los venezolanos que todos los días hacemos o pasamos frente a las colas, viendo a miles de personas que se apretujan para comprar comida, mientras policías, soldados y guardias cuidan la fila india y les gritan que: “Si se portan bien, al final de la tarde habrá comida para todos”.
Una promesa que cada día se vuelve más irreal, pues en horas desaparecen las existencias y lo que queda es convencer a los hambrientos que vuelvan a sus casas y regresen cuando se les avise.
Sin muchos cambios, es lo que sucede en farmacias, ventas de repuestos, de ropa, calzado y -aunque cuesta creerlo- para contratar servicios de velorio y entierro para las cientos de personas que mueren a diario.
Silencio, habla Maduro, está en cadena nacional y trae soluciones: “No se preocupen, esto se va a resolver y pronto habrá comida, medicinas, repuestos, servicios, seguridad”.
La venganza sigue.